Uno puede ser cocinero antes que fraile, pero ningún plato queda más redondo ni resulta más apetecible que alumbrar un hijo. Cuando eres padre por primera vez no lo puedes disimular: se te nota en la cara como si lo llevaras escrito. Se te queda cara de tonto, pero bendita tontuna que dura toda la vida. La receta es bien sencilla: una cucharada de amor, unos gramos de locura en polvo, el aderezo de la vida en común y ya está listo el menú. Y de nombre le ponemos Noa. Los hijos de mis amigos son mis ahijados. Y como atesoro escasas virtudes que ofrecer al prójimo, le regalo a Noa estas líneas que son sus primeras letras, un párrafo pequeño escrito con el corazón. Ya veo a la niña, "delicatesen" de ojos claros, crecer entre fogones, untando el pan en la salsa y el dedo en el chocolate caliente, correteando por el comedor, trasteando en la bodega, pintando soles y primaveras en servilletas de papel. Acaba de llegar al mundo y no trae un pan bajo el brazo sino la receta de la felicidad dibujada en la sonrisa. (A Pepe y Mónica, con enorme afecto).