De nuevo corroboramos que la pluma es más dañina que la espada, o, al menos, que ofenden más las palabras y los dibujos que las balas y las bombas, pese a que éstas causen muertos y heridos. Lo vimos en su momento con Salman Rushdie, valiente escritor que no quiso callarse. Lo vemos ahora con las caricaturas de marras, esas que están provocando incidentes internacionales, violencia a granel y un aumento del odio. Es un caso, como todos sabemos a estas alturas, en el que han chocado dos trenes a los que se intenta descarrilar con frecuencia, intentando que varíen su rumbo: la libertad de expresión y el respeto a las creencias religiosas. No voy a entrar en demasiadas valoraciones, salvo, si se me permite, un apunte: cualquier excusa es buena para que los musulmanes la preparen y manifiesten su odio a los infieles mediante el derramamiento de sangre y la algarada. Hoy son las viñetas, mañana será otra cosa. (Anotar, por otra parte, que el director del periódico danés que ha publicado los dibujos rechazó publicar caricaturas de Jesucristo por considerarlas ofensivas).

Lo que me interesa comentar aquí es esa certeza que apuntaba al principio: el daño que puede hacer una caricatura, un artículo, un poema, un dibujo. A usted pueden hacerle una viñeta que le ridiculice, y puede darle un puñetazo al autor en los morros: aunque le duela, a él se le pasará el dolor y el moretón con el tiempo; su dibujo, en cambio, perdurará. Y eso duele el doble, no lo dude. La historia recordará siempre las irónicas palabras de Oscar Wilde, pero no los escarnios de sus jueces ni las humillaciones públicas para derrotarlo. Por eso sigue siendo más efectiva la pluma que la espada, algo incomprensible para algunos pueblos del planeta.

Ya sé que no es lo mismo ni de lejos pero, a otra escala, conozco los efectos de las viñetas en algunas personas.

Las caricaturas contienen un elemento imprescindible, a mi juicio: que, para ser eficaces, deben deformar la realidad, exagerar las situaciones y las caras de las personas, darnos otro matiz de cuanto sucede en el mundo, como si lo estuviéramos viendo en los espejos deformantes de un circo antiguo. Tuve discusiones, en el pasado, por culpa de mis dibujos. En un periódico semanal en el que trabajé hace años me encargaron las caricaturas de los entrevistados de la última página. Y apliqué una característica esencial: deformar la realidad, o sea, los rostros de los entrevistados. Al tipo que tenía una nariz algo grande, se la agrandaba aún más con el lápiz o con el rotulador. A la señora con arrugas le pintaba más arrugas y más cara de pena. En ese plan. No tardaron algunos en transmitirle sus quejas a quienes les habían hecho las entrevistas. Y me las hicieron saber. Decían que ellos no eran así, que éste no tenía la nariz tan grande ni aquella la cara tan vieja, etcétera. Que no se parecían. El problema estaba en que creyeron que les iba a hacer una especie de retrato; y los retratos suelen ser favorecedores, o al menos se exige cierta fidelidad con el retratado, cierto parecido (salvo si el dibujo es picasiano y le ponemos las orejas en la frente). La caricatura es lo contrario y, más allá de las creencias religiosas, hay que tener humor y deportividad para aceptarla. En la Universidad, harto de que un tipo me pidiera una caricatura de su jeta, por fin la hice. Los alumnos que la vieron estallaron en carcajadas y me felicitaron. El fulano se ofendió, claro. No debemos olvidar que algunas personas y ciertas culturas carecen de humor, y son capaces de matar si se ataca a sus dioses. En cualquier caso la reacción de los islamistas, violentísima, es muy exagerada. Deberían devolver el golpe con la pluma, y no con la espada. Eso sí sería inteligente.

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