Seamos sinceros. Pero, en esta ocasión, no para reconocer que a todos nos gustaría vivir bien -como dice, no sin razón, el anuncio de la tele-, sino para admitir que el proselitismo no es monocolor, ni unidireccional. Muchos dirán que estoy en un error, porque hasta el diccionario lo aplica sólo a la Iglesia Católica. Y yo -también con el diccionario en la mano- les preguntaré a quienes ponen tanto celo en ganar seguidores para una tendencia política, cómo debemos llamar esta forma de obrar. La única diferencia que yo veo entre el que es ganado para una causa y la otra no es el método empleado, sino la denominación, digamos de origen: prosélito para la Iglesia y afiliado para los partidos políticos y sindicatos, porque seguidor es común a todas las corrientes.

Por eso, tengo para mí que sólo acusamos de proselitista a aquel que con el código moral de su credo, y su fe como enseña, nos molesta o estorba en el camino de las ideas. En cambio, yo me tengo que aguantar cuando algún credo político y la fe de quien lo sustenta despotrican contra mí enarbolando la bandera de la libertad. ¿Y la mía? Permítanme que use ese derecho que me asiste -como dijo Harry Truman- de escoger a las personas que tendrán la obligación de limitármela.

No me hablen, pues, de desterrar la religión de las aulas, cuando no son capaces de hacerlo con los credos nacionalistas, tanto estatales como autonómicos. No me cuenten una película de la que quieren hacer protagonistas a los niños, cuyos padres eligen para ellos la religión católica, dentro de su programa de enseñanza, que no educativo porque este último es competencia de los progenitores. Con el niño, todos, absolutamente todos, sin distinción de credos, ideas políticas o corrientes filosóficas, jugamos a ser Dios y lo queremos modelar a nuestra imagen y semejanza. Y para conseguirlo asumimos la propuesta de J. A. Marina: El niño aprende a ser libre obedeciendo, pero acomodándola a nuestros intereses; y por obediencia exigimos sumisión, lealtad, adhesión incondicional, etcétera, etcétera. No permitimos el acto de la desobediencia, que -dice Erich Fromm-, como el acto de la libertad, es el comienzo de la razón. En consecuencia, no le enseñamos a tomar en consideración lo mandado, no le ayudamos a despertar su conciencia para que obre de acuerdo a sus dictados. ¿Acaso permitimos -dice el Catecismo de la Iglesia Católica al tratar el cuarto mandamiento- que "si el niño está persuadido en conciencia de que es moralmente malo obedecer esa orden, no debe seguirla"?

Trasladando esto a los adultos, ¿algún partido político tiene en su código algo parecido para que sus prosélitos, perdón, sus afiliados, tengan esa libertad de decisión, y, como dice Fromm, haga uso de su razón no para dársela al jefe? ¡Ja, ja, ja! Cuando desaparezca la disciplina de partido y las listas cerradas, entonces hablamos. Ven como cada uno elige -y todos cuando votamos- a quienes nos han de limitar nuestra libertad.

Por tanto, no me preocupa en absoluto si el niño es preparado, que no educado, en una determinada corriente de pensamiento o en un credo concreto, siempre que sea dentro de una sociedad con talante, transparencia, honradez y dialogante. -Esto me suena de algo. ¿Dónde lo habré oído?-; porque de mayor tornará el camino que libremente elija. O lo que es lo mismo, dejará de ser heterónomo y pensará y obrará por sí mismo. En cambio, sí me inquieta el adulto que creyendo que es autodeterminado, su razón es fácilmente corrompible. Y me desasosiega aquel que con conocimiento de causa, de cara a la galería, manipula sus propios razonamientos, bien por resentimiento, o para aprovecharse de la situación del momento y sacar ventajas personales.

Por último, que nadie dude de que este escrito también sea proselitista. Defiende una línea de pensamiento y algo en lo que yo creo. Seamos sinceros.