Nunca tuve muy claro a qué demonios se debe mi manera de ser y de vivir, ni creo que me interese mucho saberlo, entre otras cosas, porque si lo supiese, me sentiría como un tipo estúpido que acudiese al cementerio a ponerse flores. Mi vida no es un crimen del que tenga que averiguar el móvil. Desoí siempre los consejos de acudir a un psicólogo, entre otras razones, muchacho, porque no tengo por qué ayudar al psicólogo a superar sus traumas con el pretexto de ponerle remedio a los míos. Vivo así, a mi aire, a la que caiga, amigo mío, porque la noche es la ropa que mejor me sienta y porque cada vez que me sujeté a la disciplina del hogar, descubrí con horror que a un tipo como yo jamás podría ocurrirle nada interesante en el interior de ese maldito pijama que parece confeccionado aprovechando las rayas por las que discurren aburridamente a tiro fijo los sueños del contable. Cada cual elige su manera de desenvolverse, su paz y sus culpas, de modo que incluso en las situaciones más adversas, cuando arrecian la miseria, la tristeza y la lluvia, incluso en esas circunstancias hay tipos dispuestos a presentarse ante la muerte subiendo alegremente de tres en tres las escaleras del cadalso. Cristo murió tranquilamente en la cruz, sin aspavientos, con cuatro frases de Jesús Quintero, y a los dos mil años de haber expirado, lo que nos queda es la imagen de un hombre expuesto, resignado y terminal del que sabemos que murió crucificado pero ignoramos cuál fue exactamente el grado de sufrimiento, la idea en la que consumió el carburo de la última luz de su cerebro... sólo sabemos que murió lejos de casa, en una atmósfera que presagiaba tormenta, con el aire cargado y unas cuantas señoras agrupadas por una expresionista mezcla de frío, dolor y cotilleo... y así murió Cristo, así nos lo contaron, así consta en la iconografía oficial, que nos presenta a un crucificado digno e impasible del que sabemos que hizo aquello en lo que creyó, pagó por sus ideas y por sus obras y agonizó de una manera sublime mientras en su honrosa actitud bohemia y sacrificada prendía el torneado Salzillo la posteridad y su cuerpo tirante y mortuorio se demacraba como un arrecife el teletexto de la Historia. Uno no es Cristo pero vive a su aire, a su manera, aunque carezca del talante del crucificado y llegado el momento de aceptar la muerte, a lo mejor en un arranque de cobardía reconozco que un tipo como yo agotaría los recursos para mantenerse con vida, aunque llevado por el pánico no tuviese vergüenza alguna de alegar alergia a la madera. Se empeñan en escogernos la salud y las flaquezas pero está en nuestras manos cortar por lo sano y hacer aquello que lleva tiempo en nuestros sueños. Aunque con el tiempo descubramos el error de haber elegido mal la libertad y nos encontraremos en mitad del viaje a ninguna parte intentando volver a casa por entre las luces de un camión. En cualquier caso ése será nuestro problema y lo arrostraremos como mejor sepamos, pagando por ello el precio estipulado para los sueños que no salen gratis, resignados a la alucinante posibilidad de cumplir aquella vieja ilusión de vagar hasta la muerte en un viaje sin rumbo fijo llevando en el hombro la cabeza de leche de una mujer dormida, la voz de Sinatra en los altavoces del coche y una milla por delante, Dios apartando del camino los camiones mientras en casa los tuyos se preguntan qué habrá sido de ti y prefieren contestarse que en el fondo eres uno de esos tipos con suerte que pueden pasarse la vida mirando el mundo con los ojos cerrados hasta que con el jodido cansancio, de la larga siesta sin pijama, en nombre de la muerte, amigo mío, te despierte el sueño...