Me recuerdo contemplando como en éxtasis el entrar y el salir del Casino en las tardes de Carnaval: Pierrots y galas femeninas sobre las carnes rosadas. Yo, entonces, no era sino un niño con pantalones de pana y, acaso, con unas perrinas en los bolsillos.

Estos días comienzan a recordarse los ritos ancestrales vigentes en algunos de nuestros pueblos en los que persisten antiguas figuraciones fantásticas sobre las cuales circulan hipótesis etnológicas, no todas de rigor científico. Doctores tiene la Santa Madre Iglesia para poner las cosas en su sitio. Yo prefiero consultar a Herminio Ramos para que sea él quien me ilustre sobre el origen de los citados rituales. Solana pintó mejor que nadie las máscaras madrileñas pero la verdad es que con el mismo fervor pintó un Nacimiento que parece obra de un artista piadoso del Cuatrocento, y, precisamente en los mismos días del Carnaval, se celebra en Toro la representación de una boda multitudinaria que es como la extensión profana de un auto sacramental en el que, a su manera, se da fe del matrimonio, y es que en Zamora coexisten la vieja tradición de la fe cristiana y el presentimiento de que el curso de la historia es implacable y circular, con lo que resulta que prehistoria y posthistoria siguen el mismo camino.

No sé si el Carnaval es siempre un residuo antropológico o una mera manifestación de la condición humana, una simple huida de la realidad, porque todo disfraz entraña un apetito de liberación y de fuga en quien se enmascara, y significa de algún modo un gesto de rebeldía personal, si bien no dejo de reconocer que la supervivencia de ciertas tradiciones en las que se representan figuras y acciones de fuerzas extrañas o sobrenaturales podrían ser interpretadas como residuos de rituales anacrónicos ligados a mitos, leyendas o simplemente mojigangas en los que muchos aprovechan la ocasión para dar rienda suelta a la fantasía de sus instintos.

En cualquier caso la supervivencia de tales rituales indica el grado de intensidad con que continúan fijados en la conciencia popular los arquetipos de las leyes de la naturaleza. En realidad, son intentos del pueblo para penetrar en las zonas del misterio. Unas de las salas más frecuentadas por los turistas extranjeros en el Museo del Prado son las dedicadas a la exhibición de las pinturas negras de Goya. La vigencia de estas manifestaciones antropológicas, que ahora parecen haber cobrado un mayor relieve, constituyen un fragmento de la memoria histórica de España.

Digamos que las máscaras no sólo ocultan la verdadera identidad fisionómica de una persona sino que ofrecen al descubierto la continuidad de la atracción que suscita el conocimiento del misterio. Reconozcamos que el pasado sigue a nuestro lado. Esto tiene su lado positivo pero, al mismo tiempo, supone un riesgo. Con sus romances, sus piedras y sus aceñas, Zamora prolonga una vieja tradición cultural porque aquí se sigue creyendo a pies juntillas, como en las coplas de Jorge Manrique, que "a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado fue mejor". Y ocurre también con el terrorismo generalizado, que hemos sorprendido, en el rostro desfigurado de la londinense Lavinia, la máscara de la tragedia griega, cuyo sentido, en la teatralización en el mundo clásico, era una forma de docencia colectiva sobre la condición humana.