Pues sí. Acabo de pasar una noche en "Urgencias", en el Hospital de la Concepción -o de "la Concha", como prefieren llamarlo los castizos- por otro nombre la famosísima Fundación Jiménez Díaz.

Todo empezó el pasado domingo por la mañana. Mi hija, que viene a verme -y permanece acompañándome y charlando conmigo unas horas- había venido muy temprano y estábamos comentando algo que me había ocurrido la noche anterior, cuando, de pronto, noté una pequeña sensación de náusea. Pedí una palangana y, en cuanto me la trajeron, escupí una pequeña cantidad de saliva. Eso me pareció, pero noté que mi hija Sara, un poco nerviosa, desaparecía de mi vista y se iba al despacho, donde permaneció un buen rato telefoneando.

Cuando mi hija regresó a mi lado, me dijo:

-Papá tienes que prepararte, porque he avisado a una ambulancia para que venga a recogerte y te lleven a "Urgencias".

Me quedé de piedra...

-Pero, ¿qué ha pasado? -pregunté inquieto- e, inmediatamente comenzaron las explicaciones de mi hija que, sin demasiados tecnicismos, me explicó que había devuelto un pequeño grumo negruzco que le había causado mala impresión "y prefirió curarse en salud...".

Media hora después, con puntualidad casi británica, llegaron los de la ambulancia. Me tumbaron en una camilla y ya no vi otra cosa que el techo de una furgoneta no muy grande. Como me acompañaba mi hija -que ya me ha dado muestras de que es muy capaz de tomar decisiones y de resolver las situaciones más complejas- yo hice el viaje extraordinariamente tranquilo. De pronto, noté que habíamos llegado a la Clínica y me vi metido entre un verdadero enjambre de camas o de camillas como la mía?

Me fueron arrastrando, lentamente, hasta que al parecer encontraron un lugar para mí. Desde allí oí de pronto una voz que decía, clarísimamente:

-Levante usted el culete.

Y, como si saliera de ultratumba, otra voz muy débil que preguntaba:

-¿Cómo dice usted .... ?

-Que levante más el culo...

-Pero si no puedo...

-Cómo no va usted a poder...

En uno de los tabiques que había a mi lado estaba situada una bolsa en la que manos desconocidas fueron depositando papeles. Allí se acercaban los médicos y las doctoras, -todos me parecían extraordinariamente jóvenes- y tomaban las hojas, las consultaban unos momentos y se iban. Hasta que uno de ellos preguntó, con voz tenue:

-¿Herminio Pérez Fernández??

Levanté la mano y respondí que era yo? Pero mi temor principal, en aquellos momentos, es que me había quedado solo. En cuanto llegamos, mi hija desapareció de mi vista. Al parecer, allí solo podían estar los pacientes y los médicos?

Seguían pasando las horas y continuaban haciéndome pruebas, estudiando "mi caso". Entre tanto mi hija, que había proseguido con sus gestiones, recordó que la Jiménez Díaz tiene, desde hace años, un convenio con la Asociación de la Prensa y me había conseguido -a través de Carmen Arias, la gentil delegada de la asociación en la Clínica- una habitación "por si" tenía que quedarme. Claro que tuve que quedarme: tres días, nada menos, durante los cuales hube de soportar un montón de "perrerías". ¿Han probado ustedes a tragarse una sonda de seis milímetros, hasta que les llega al estómago y luego a soportar una serie de enjuagues y lavados y, finalmente, cuando parece que se la van a quitar, se la dejen sujeta, a una ventana de la nariz, con unos esparadrapos... durante tres días ?¿Saben ustedes lo que es una "endoscopia"?? ¡Pues más vale que no lo sepan nunca! Creo que es una de las más horribles torturas que ha ideado el hombre para hacer sufrir a sus semejantes. ¡Bueno, no es que tenga nada que ver con Auschwitz, ni nada parecido, pero es molesto? Es molesto.

Recuerdo, por último que, una mañana en que me habían dejado tranquilo, hasta el punto de que conseguí adormilarme unos momentos, noté inesperadamente una ligera presión en uno de mis brazos. Abrí los ojos y me encontré ante el doctor López Cubero. Lo reconocí porque había visto su foto en una publicación de la prensa. Era el jefe del Departamento donde yo estaba hospitalizado. Estaba yo acostado. El estaba de pie, con su porte noble y un rostro de expresión afable. Fuerte, seguro y sonriente me pareció un titán, un argonauta, alguien muy poderoso y muy firme e inmediatamente me serené por completo... Yo no podía estar en mejores manos.

Charló conmigo unos momentos, y me tranquilizó mucho porque, a través de todas las pruebas que me habían hecho ya, -dijo- "no habían encontrado nada anormal en mi organismo". En cuestión de tres o cuatro días me daría el alta médica... Y así ha sido... ¡Que satisfacción más grande siento al estar de nuevo en mi casa?! Y qué gratitud tan inmensa siento hacia todo aquel personal tan afable, que tan cordialmente me ha tratado y atendido... Desde el auxiliar que entraba a colocarme la ropa, hasta la que me llevaba las medicinas y la comida. Quiero expresar mi gratitud más sincera a cuantos en estos días me han atendido con tanto interés y tanto afecto? Muchísimas gracias

a todos. De corazón.