Coincidiendo con la fiesta de la Presentación del Señor hoy se celebra el Día de la Vida Consagrada bajo el lema "Buscando sólo y sobre todo a Dios". ¿Qué quieren que les diga?, no me acaba de gustar el lema. Da la impresión de que los consagrados, religiosos o no, flotasen sobre las estructuras de este mundo, como si pasasen como de puntillas o por equivocación y su razón de ser hubiera que buscarla en otra parte.

El creyente, por la consagración, se adentra en el círculo de lo sagrado, terreno donde Dios habita, desde el que habla y se hace presente. Los consagrados avisan sobre la necesidad de guardar los adentros, porque es donde se insinúa Dios. Si se vacía el corazón, ¿dónde encontrar fuerzas, cómo hacerse con razones para vivir?. El laico apunta a las afueras, al testimonio de la vida, a una labor digna y bien realizada, a ocupar responsablemente un lugar en la sociedad.

El apóstol Pablo expone en su carta primera a los Corintios (7,32-35) el valor de la virginidad, un estado que muy pronto sería un hecho en el primitivo cristianismo, y no a modo de huida sino como un compromiso que va de lo doméstico a lo que él llama "las cosas de Dios", no como obligación y sí como consejo. Hoy en día se puede entender la opción por el celibato porque se ha extendido la soltería como un estado de vida. Soltería o celibato no tendrían sentido si fuesen sufridos, a modo de escape o de refugio. Pero en el cristianismo hay más que una simple forma de vida, hay en el celibato una línea de acercamiento a Jesucristo, también célibe, supone la entrega y el servicio de la propia vida. La consagración es "una donación de sí mismo", así la define el diccionario de espiritualidad. Nada más lejos ni más injusto que definir la vida consagrada como un mero funcionariado, cuestión de eficacia y de manos libres para un servicio más amplio y descentrado.

El pasado jueves se hacía pública en la prensa la Carta Encíclica de Benedicto XVI "Dios es amor". Una carta destinada a convertirse en referencia culta, cita obligada para muchos dentro y fuera de la Iglesia. Hablando sobre el amor desde la óptica cristiana deja para la conclusión la obligada referencia a la vida monástica y a los institutos masculinos y femeninos a lo largo de la historia de la Iglesia. "Al confrontarse, dice, cara a cara con ese Dios que es Amor, perciben la exigencia apremiante de transformar toda su vida en un servicio al prójimo" (Nº 40). Liberados sí de ataduras familiares los consagrados, pero no para vivir mejor o para desentenderse sino todo lo contrario. De la familia de la sangre, siempre querida, a la más amplia de los hijos de Dios. Mirada fija en lo alto y manos libres para trajinar aquí abajo y subvenir a las necesidades del mundo.