Se da uno varias vueltas por Zamora, ya sea a pie o en coche, y comprueba, consternado, que hay cosas que no cambian. Y, lo que es más lamentable, que no tienen visos de cambiar. Cada vez que algunos pasamos el fin de semana aquí, por ejemplo, nos acordamos del pegote ese de cemento que hay a mitad de Santa Clara, ese lago gris, duro, afilado y feo que los turistas, de camino a la Plaza Mayor, miran atónitos. Está en la Plaza de la Constitución, un lugar donde encajaron unos cuantos bancos, un ascensor y varios maceteros con vistas al pegote. Es uno de los remiendos más horribles que uno haya presenciado en sus paseos urbanos por el país. Una nota de suciedad para quienes vienen de fuera, algo así como si un presidente recibiera a los embajadores extranjeros con las manos manchadas de barro o el rostro tiznado de carbón.

Otra nota de suciedad estética es el parque de la Plaza del Cuartel Viejo. Algunos pensamos, en nuestra absoluta ingenuidad, que en unos meses arreglarían un poco el desaguisado, para que no fuera ese espacio de recreo lo que parece, o sea, un parque propio de una sociedad futurista, un parque de otros tiempos: frío, impersonal, perjudicado por el plástico y el diseño. Tampoco ha cambiado mucho la Calle de las Damas, donde los coches deben subirse a la acera para dejarse pasar uno al otro. Y, ¿qué podemos decir que no se haya dicho ya del Parque de San Martín de Arriba? Un solar casi yermo, socarrado por la falta de sombras, inútil y vacío, mal iluminado, horroroso, con ese montacargas en la esquina que da repeluzno, como si fuera un cadalso de ciencia-ficción o un ascensor hacia los infiernos. Prometen remodelarlo entre agosto y octubre, pero miedo nos da esa perspectiva: se ha demostrado que, en esta ciudad, algunas reparaciones hubiese sido mejor no llevarlas a cabo. También resulta chocante observar la muralla descubierta de la Avenida de la Feria. Es como un telegrama: va uno caminando por allí y ve algunas casas, stop (un trozo de muralla al aire), una o dos casas más, stop (un trozo de muralla al aire), uno o dos negocios, stop (un trozo de muralla al aire). Visto con ojos de turista debe ser una especie de cachondeo, como una boca sin algunos dientes o un piano sin cinco o seis teclas. Y luego está el jaleo del casco antiguo, los eternos problemas para aparcar o ir hacia donde uno quiere ir, calles en las que los paseantes miran mal a los conductores de coches (incluso aunque posean el permiso de residencia en el parabrisas, a la vista de todos); miran a los residentes como si fueran leprosos o, mejor, fumadores, que ahora los fumadores están más perseguidos que los cocainómanos.

No podemos olvidar (pero no nos cabe todo, la lista sería kilométrica: Valorio, las barreras urbanísticas, el dichoso puente) la quema de jóvenes. De vez en cuando, todos los problemas de esta provincia parecen ser culpa de la juventud (y de Zapatero), algo curioso en una ciudad en la que viven pocos jóvenes o ya están preparando las maletas. Siempre quedarán cuatro adolescentes para reprocharles el botellón, las pintadas, el noctambulismo, el sexo al aire libre y demás. Mientras tanto, y así como quien no quiere la cosa, el alcalde tiene un coche nuevo (se le estropearía el viejo por culpa de la juventud, o de Zapatero). Un vehículo por el que han pagado los zamoranos treinta y seis mil euros, dotado de televisión, asientos de cuero, teléfono y todo el repertorio. Y aquí viene mi pregunta: si el alcalde asegura que está siempre en Zamora y que apenas abandona la ciudad, ¿para qué demonios quiere un coche en una ciudad en la que no es necesario el coche? No hay más preguntas, señoría.

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