El terrorismo islamista y global ha abierto una brecha incandescente en el sistema de libertades del mundo occidental. Por culpa de los atentados indiscriminados en cualquier parte, el hasta ahora tranquilo y reposado campo de la defensa de la libertad se ha llenado de minas. Si la policía primero dispara y luego pregunta hace suponer que cualquier persona, por su aspecto, su atuendo, el color de su piel o su idioma se convierte en un sospechoso de gestos que levantan sospecha. Si las fuerzas de seguridad reciben autorización, sin necesidad de la firma de un juez, para escudriñar correos electrónicos y mensajes de telefonía móvil, la intimidad de nadie quedará ya a salvo. Los terroristas matan con saña y nadie sabe dónde golpearán la próxima vez pero además están consiguiendo una ventaja sustancial en la batalla por imponer sus condiciones al futuro: sus bombas socavan los cimientos de un modelo de sociedad y de convivencia que costó dos siglos construir y que no sabemos cómo defender.