«Era un chico normal». La frase ha servido de escalofriante presentación de asesinos en serie, de terroristas etarras o de matarifes de Al Qaeda. No parece extraordinario ver crecer a tu futuro verdugo como el vecino de al lado. Lo extraño es lo contrario. La señal de Caín, como lo esencial en "El Principito", es invisible a los ojos. En Londres se repite el esquema de Madrid tras el 11-M. No esperen hallar un solo pelo de la cola del diablo a simple vista. En eso se basa la guerra sin cuartel que ha estallado justo en el epicentro de la sociedad del bienestar, aunque se trate de un conflicto falso que explota de manera aún más vil a los desfavorecidos del mundo que reivindica.

Los chicos normales nos obligan a vivir en alerta permanente y cuestionan las bases más elementales de los Estados democráticos. La seguridad ha dejado de ser una cuestión de política "interior" y el reto será poder mantener intactos derechos y libertades que servían de definición a la vieja Europa. La pretendida fractura entre Oriente y Occidente amenaza con convertirse en una herida abierta y sangrante.

Tener la piel más oscura de lo habitual, portar mochila, ir más abrigado de la cuenta en el mes de julio... Convertirse en sospechoso puede resultar tan fácil como matar. Más allá de la masacre, acabar con la confianza hasta el punto de hacer mudar a los ciudadanos su forma habitual de vida, consiste en el lado más refinado de las victorias momentáneas de los terroristas. Después de la tragedia de Madrid, durante meses, la visión de una mochila sin dueño aparente hacía saltar las alarmas incluso en ciudades tan aparentemente alejadas del campo de batalla terrorista como Zamora.

La noche del Jueves Santo de 2004, poco antes del cántico del Miserere, una bolsa descuidada en un lateral de las gradas del coro provocó la histeria entre un grupo de cantores. Fue un incidente en apariencia irrelevante pero que ilustra adecuadamente el recelo instalado en los subconscientes. Habremos de vivir en ese estado de alerta permanente puede que para siempre, como reconocieron las autoridades londinenses la tarde siguiente a los atentados del 7-J.

En el civilizado país de los policías desarmados hay orden de tirar a matar y un pakistaní abatido en el metro de Londres ha muerto con la expresión «de un conejo asustado». Quizá sólo fuera un chico normal. Un muchacho con una vida aparentemente convencional. Como los matrimonios de etarras que planean los atentados mientras sus hijos juegan en el jardín del chalé en un pueblo del sur de Francia. Eso es lo escalofriante. Hasta los asesinos tienen vida doméstica: hacen la compra, ponen la lavadora y saludan a sus vecinos antes de subirse a un vagón de tren y hacerlo saltar por los aires.