El exceso de publicidad puede fatigar a uno, convertirlo en el muñeco de las empresas y el consumismo. No obstante, a menudo se encuentran anuncios en la televisión o en las páginas de los periódicos y de las revistas que son perlas. He visto uno en el televisor que me ha parecido fabuloso, igual que un relato de corte fantástico. El anunciante es el Ministerio de Medio Ambiente, dentro de su campaña de sensibilización entre los ciudadanos para promover el uso responsable del agua. Nos vende ahorro. Pero los méritos no se los lleva Medio Ambiente, sino la Agencia Concepto, que ha sido la empresa encargada de diseñar el anuncio. El título es "Pon tu gota de agua. Gota a gota se hace el río".

Este anuncio introduce una serie de consejos para que no desperdiciemos el agua, en esta época de sequía e incendios: no abrir el grifo más tiempo del necesario, evitar fugas, darse una ducha en vez de un baño, poner la lavadora sólo cuando el vientre de ese electrodoméstico esté repleto, lavar el coche con bayeta y esponja y no mediante varios manguerazos, etcétera. Para su realización, como advierte la voz del locutor, no se ha utilizado ni una sola gota de agua. Lo maravilloso de la idea, del concepto, y también de los efectos especiales, es que, cuando en el anuncio abren los grifos o los aspersores, oímos el agradable rumor del chorro de agua, pero han sustituido las gotas por palabras. Sólo una palabra, en letras mayúsculas: AGUA, multiplicada hasta crear una ilusión refrescante. Dan ganas de beber a morro, del grifo, ese manantial de palabras. De bañarse en su cauce. A uno, que juega cada día con esto de las letras, el anuncio (ahora los llaman spots) se le antoja un portento de la creatividad. No bromeo si digo que podría habérsele ocurrido a Tim Burton, o a Roald Dalh. Tras verlo, me quedé mudo. Por fin una campaña del gobierno, me dije, que apuesta por el ingenio, que no toma a los ciudadanos por tontos sin cerebro.

El anuncio es como un cuento. En seguida me imaginé lo que habría detrás de aquella historia mágica (ya sabemos que un cuento, a menudo, es la punta del iceberg, y que el resto debe componerlo el lector), siempre que las palabras sustituyeran al agua y viceversa. Igual que si estuviese leyendo a algún maestro de la literatura fantástica, vi libros escritos con agua, pero agua que no empapaba las páginas ni las pudría, sólo un río de palabras líquidas, una detrás de otra, formando un curso que iba a desembocar en un océano de historias y finales; vi náufragos agarrados a las letras, esperando entre la marea a que los rescatase otro barco; vi formularios y papeleo burocrático que, por una vez, estaban aromados de agua de lago, de agua de montaña, de salitre, y no de tinta ni del amargo hedor empresarial; vi botellas de refresco llenas de letras que saciaban la sed de la garganta y la sed de cultura. Pero eso, claro, no acentuaba un uso responsable del agua. Imaginé, entonces, las palabras sustituyendo al fuego, y me pareció hermoso otear un bosque, uno de esos bosques que han ardido este verano, con las copas de los árboles y las ramas erizadas de una sola palabra repetida: FUEGO. En mi fantasía, aunque cada letra crepitaba, su efecto no era devastador, del mismo modo que en la campaña de Concepto no se emplea agua: los hombres no morían, sólo se iban desprendiendo de aquel fuego de letras con una palmada, como quien se quita caspa de los hombros; las sílabas colgaban de las hojas. Luego imaginé gente que se daba un baño de palabras como: solidaridad, amor, piedad, perdón, paz. Gota a gota, palabra a palabra. Y luego dejé de soñar, porque no estamos en un mundo perfecto.

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