Parece un relato de terror. Y en el fondo lo es, sólo que no se trata de ficción, sino de realidad. Un reportaje de un diario nacional revela que, según calcula la Agencia Antidroga de la Comunidad de Madrid, en la región viven alrededor de veintiún mil toxicómanos. De ellos, más de diecisiete mil se encuentran en tratamiento de desintoxicación. Lo cuentan en El País, y una de las frases más estremecedoras proviene del gerente de dicha Agencia Antidroga, Manuel Molina, cuando habla de la llamada narcosala de Las Barranquillas y de los extranjeros que se inyectan droga: "Un dato destacable es que muchos de estos inmigrantes que usan la narcosala provienen de países del este de Europa en los que ha habido algún conflicto bélico. Lo que ellos cuentan es que fueron los propios ejércitos los que los introdujeron en el consumo para que tuvieran más valor a la hora de luchar". Sin comentarios.

Otra de las frases que pone los pelos de punta es la siguiente: "El perfil del adicto a las drogas ya no es el del heroinómano que deambula buscando su dosis, sino un hombre joven de clase media". Significa no sólo que el perfil del consumidor ha cambiado, sino que se ha producido un notable descenso del consumo de heroína a favor de la cocaína y otras sustancias, más afines a los gustos, modas y apariencias del hombre de clase media que se pone hasta arriba en los servicios de las discotecas o de las fiestas privadas. Una vez me dijo un tipo: "No deberías hablar mal en tus columnas de los porros, sin haberlos probado. En esta vida hay que probar de todo". Sin sutileza, le respondí: "Entonces prueba a que

te den por el culo". Ambos somos heterosexuales y sabíamos que mi respuesta era cortante, definitiva, y que a ninguno nos hacía gracia probarlo todo. Si sólo pudiéramos hablar de lo que hemos probado, no tendría sentido que los poetas, los escritores, los artistas en general, hablaran de la muerte, cuyos labios aún no nos han besado. Y sin embargo, escribimos de ella continuamente.

Que a mí me hayan escalofriado estos datos sobre esa cantidad de toxicómanos en Madrid, muchos de ellos pululando por Las Barranquillas como por un supermercado de estupefacientes, no quiere decir que a la mayoría de la sociedad se le mueva un pelo de la cabeza al leerlos. ¿Por qué? Muy sencillo: es habitual que, con los tiempos, hayamos empujado a los toxicómanos a las afueras de las ciudades, recluidos en guetos y en chabolas donde a nadie molestan ni preocupan. Otra cosa sería si esos drogadictos y traficantes importunaran a los vecinos, impidiéndoles conciliar el sueño, o si regaran sus portales de orines. Entonces habría escándalo, los vecinos patrullarían su barrio y en algún caso querrían lincharlos. No me lo invento, pues existen distritos de España donde un rebaño de vecinos furiosos ha querido pasar a soga y a cuchillo a otros vecinos por su condición de gitanos, o de camellos, o de delincuentes. Lo mismo ocurre en Zamora, ahora tan preocupada por el botellón (y no digo que a los vecinos no les falte razón, tras encontrar los domingos las calles arrasadas, como si hubiese habido una guerra de beodos). Pero Fernando López, en una entrevista para este periódico, metió el dedo en la llaga: "Me fastidia que cuando se hable del botellón haya más preocupación por la suciedad y los ruidos que por los jóvenes que tienen que estar en la calle para estar a gusto y recurren al alcohol". Ha dado en la diana: a la gente le importan las formas, no el fondo. Lo conozco desde hace años y sé que conoce los problemas juveniles mejor que nadie. En los suburbios de Zamora los yonquis caminan como fantasmas heridos, pero a nadie le preocupa porque no estorban a los vecinos. Qué triste.

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