Hace varias semanas en uno de esos extraordinarios suplementos semanales que diarios nacionales sacan a la luz, dirigidos perfectamente al desarrollo y fomento de su línea editorial, dedicó unas páginas, magníficas, a un celebérrimo Beato que nació hace un milenio, redondeando el tiempo. En estas tierras, en una rica zona de floreciente cultura donde los monasterios nacieron y crecieron dando frutos, no sólo de exquisita espiritualidad sino también de desarrollo cultural.

En Tierras de Tábara, emporio cultural y espiritual de una época tan lejana que hay que bucear en las profundidades de la historia casi legendaria para llegar hasta ella, tierra de rica fecundidad espiritual, donde crecieron y se desarrollaron alimentados desde Sahagún infinidad de episodios que iluminaron con su luz periodos amplios de la historia del medievo.

La referencia del Beato que yace adormecido y silencioso allá por las tierras frías del Noreste, lejos de su tierra de origen, escondido, avergonzado de su desalmado secuestro, se consume con su tristeza a cuestas, mientras en sus láminas y en sus miniaturas se reflejan una y otra vez restos de ese lejano taller. Parece como si el miniaturista hubiera querido dejar constancia de su "Scriptorium", orgulloso de su origen y respetuoso con la tierra que le vio nacer, recogiendo personajes, paisajes, auténticos testimonios que aún hoy son no sólo reconocibles sino que constituyen joyas de la época y testigos acusadores de lo que fueron.

Hoy, en esta etapa de tristes despropósitos, de desguaces, de incomprensibles y desalmadas reivindicaciones, en las que la dispersión prevalece y la ciudad parece haberse convertido en un insulto, en una aberración o en una utopía, se comienza en un afán de desoladora anarquía a desarmar en el entramado histórico de siglos, de historia de ciudad, de responsabilidad de grandezas en hombres, en epopeyas, en obras de ingenio de creación y de entrega, ahora parece haberse perdido el sentido de lo grande, de lo sublime y las miserias humanas se han impuesto en la precariedad de almas ruines. De miserables de baja y vil condición como diría nuestro Marqués de Santillana, gentes en los que sólo cabe la miserable escena de la pobreza de espíritu, la inclemencia intelectual y el rictus en su rostro de la cadavérica expresión de su vileza. Esos reclaman, no sabemos bien qué, si su propia dignidad aventada por el odio, la envidia, el rencor o acaso la miserable e indigente pobreza espiritual e intelectual que otros hombres y otras tierra tejieron dentro de la unidad como principio y de la grandeza y la solidaridad como programa.

El Beato de Tábara está lejos de su tierra. Es un exiliado involuntario, secuestrado por quienes su visión es tan corta como la voluntad de colaboración y de solidaridad que les ha caracterizado siempre. La grandeza de un pueblo está medida con precisión y con rigor histórico en el comportamiento de sus dirigentes y sólo este análisis basta a la hora de las decisiones para enjuiciar una situación, despejar una incógnita o pedir una ayuda. No se puede juzgar a un pueblo por la biografía de un dirigente, pero sí existen auténticas connotaciones y referencias de valor que hay que tener en cuenta a la hora de las valoraciones. Entiendo que es difícil armonizar pueblo, espíritu social y dirigente.

No podemos juzgar a un pueblo por un líder, pero sí hay que pedirle cuentas a ese líder al final de cada periodo, de cada mandato. Eso no es difícil. De la misma manera que cuando se pide coherencia en determinados asuntos, temas o peripecias históricas hay que responder con la misma coherencia en ambos sentidos. Si la dirección es una, los sentidos son dos. También el beato de Tábara añora la ausencia de su tierra. Vamos a ver quién lo reclama y quién lo trae a la Torre de Santa María.