Ya sé de antemano que escarbar en el pasado, por delicadas que sean las operaciones y el mimo con que se realicen, siempre produce ciertos sobresaltos. Se tiene la impresión de que se dejan interrogantes pendientes de cara a que cada lector o curioso deje volar la imaginación y se cree su historia o su versión. No hay aquí nada de eso y para que no haya avispados, que los hay, me aplico aquella máxima latina, pero en este caso con traducción directa: «Excusa no pedida y dada, culpabilidad cierta». Nada tengo que ver en el lejano asunto pero sí me alegro que se le haya devuelto esplendor a tan singular e interesante iglesia parte de lo que la desidia, la falta de medios y lo que es más grave y triste, la falta de criterios serios y bien fundamentados ante una obra única en su género, con una categoría y una singularidad tan destacada que se citaba como auténtica joya de la época que data, un poco lo que pasa con la de Villamor de los Escuderos.

Manuel Gómez Moreno, en su Catálogo Monumental de Zamora, publicado en 1927, notable guión para todo lo que después se ha hecho y se ha dicho, dedica algunas páginas a esta iglesia de Villar de Fallaves, celosamente maltratada casi medio siglo más tarde. Y de ese maltrato sólo un hijo del pueblo levantó la voz, ahogado con no buen estilo. Posiblemente si se hubieran leído esas páginas de don Manuel no se hubieran cometido tal desaguisado. Villar de Fallaves ya aparece en documentos del Monasterio de Sahagún correspondiente al siglo XII. En la historia de este Monasterio, obra del Padre Escalona, es muy corriente encontrarse con referencias a estas tierras, que mantuvieron siempre muy alto el testimonio de la fe en distintas manifestaciones y en grandes obras a lo largo de los siglos medievales.

Al recorrer las tierras llanas de la Inmaculada, esas llanuras que inspiran serenidad y en las cuales la historia ha escrito páginas de singular belleza y atractivo, en cualquier de sus villas y lugares hay una visita obligada, una visita que ha de hacerse con los ojos muy abiertos y la mente muy despejada y esa no es otra que a su iglesia, porque desde su fachada del mediodía la sorpresa no nos abandonará un momento. Comenzando por esa fachada podemos recrearnos desde las últimas delicadezas de un gótico que cansado de recorrer las llanuras de las tierras del Duero está llamando con insistencia al nuevo estilo que va a caracterizar toda la obra del siglo que llega y que va llenándose de las líneas renacentistas, ensamblando las bellezas del pasado con las nuevas corrientes que llegaba a través de palacios de nobleza y señorío y de una sociedad y una Iglesia que terminarán llegando a Trento y a Lepanto. Todas las delicadezas del gótico, todos los detalles y singularidades enmarcados en los más pequeños detalles aparecen en Villar de Fallaves; y al lado, como símbolo destacado de su poderío y de su belleza, una torre a cuyos pies descansaba una sacristía llena del mismo encanto merced a la singularidad de sus arcos, mientras arriba el artesonado parecía aislarnos del mundo de la realidad que nos envolvía para situarnos en la inmensidad creadora del arte, mientras en la cabecera un arco toral nos llama.

Hoy, la ausencia de aquel retablo cargado de interrogantes, ausente pero fijo en las páginas de Gómez Moreno, debe estar con nosotros en la visita. Esas páginas detalladísimas, cargadas de términos de arte fáciles de seguir, cuando los descubres nos dan una idea de la grandiosidad, armonía y belleza que encerraba esa joya de la arquitectura religiosa de Tierra de Campos que un mal día y en mala hora se desmanteló sin ningún respeto y sin ningún criterio formal.

Hoy restaurado en parte su cuerpo arquitectónico, sigue constituyendo una pieza digna de visitarse para, analizando y descubriendo sus detalles y sus características, situarnos en el tiempo que representa.