Al aproximamos desde Benavente, tras dejar atrás el santuario de la Virgen del Campo y el inmediato cruce de carreteras, nos introducimos en los solares sobre los que se ubicó la ciudad romana de Petavonium. A la izquierda, aún dentro de las tierras de la vecina localidad de Rosinos, se extienden la ruinas de los campamentos de la Legión X Gémina y del Ala II Flavia, Unidades militares cuyos asentamientos aquí dieron origen a la urbe señalada. A la otra mano, sobre el cerro inmediato, existió un castro indígena, que fue el núcleo poblacional más primitivo.

Dejando para otros momentos tan interesantes espacios, en esta ocasión enfilamos directamente hacia el núcleo urbano de San Pedro.

Dejamos atrás unas extensas viñas. Son plantaciones relativamente nuevas, que recuperan la dedicación vinatera del pasado, tan importante que hasta dio nombre al pueblo. Presentes ya entre las casas, junto a la travesía se hallan las grandes naves de dos fábricas de embutidos. En ellas se elaboran productos derivados del cerdo que aúnan las formas y sabores tradicionales con una excelente calidad.

Motivados por aquella estampa que de lejos contemplamos, después de atravesar por las principales calles locales acudimos presurosos hasta la iglesia. Ese templo, desde cerca, vuelve a pasmarnos por su emplazamiento. Allá arriba sólo hay lugar para el edificio religioso y un breve pasadizo alrededor, áreas posiblemente acondicionadas con laboriosa explanación.

 Si tenemos la oportunidad de penetrar en el interior de recinto sacro, advertiremos con claridad que sus orígenes son muy antiguos. La capilla mayor posee planta rectangular y está cubierta por una sólida bóveda de cañón. La irregularidad de los materiales pétreos con los que, también esta parte, fue creada se consigue suavizar con gruesas capas de enfoscados, adheridas unas sobre otras. Se aprecian, o apreciaban, despieces falsos de sillares dibujados con rayas blancas y ocres. Las formas generales denotan pautas de estilo románico, con una hechura, probable, del siglo XII. En un rincón, la pila bautismal es una gran copa pétrea, dotada de gallones helicoidales y una especie de cartela o blasón liso. Se apoya sobre un complejo pie, de sección poligonal. Por sus formas toda la pieza debe de ser trabajo del último gótico.

De nuevo en el exterior, antes de descender y alejarnos, hemos de escudriñar el amplio paisaje que desde allí se divisa. Por el norte se tiende una potente alineación de cerros. De entre ellos destacan El Castro, ya citado, Piñotrera y Peña Blanca. Este último risco ya no es tan evidente, pues de él se extrajeron grandes cantidades de cuarcita, tan límpida que parecía nieve. Un mito señala que debajo de Piñotrera, o Peña Utrera quedan cien carros de oro y otros tantos de moneda. Tal afirmación la propagó una mora que aquí habitaba y que hubo de marcharse tras la Reconquista. Otra poética leyenda especula que la Sagrada Familia, cuando huía camino de Egipto atravesó por el collado del camino viejo de Fuente Encalada. Como recuerdo de su paso, en las duras peñas de la cumbre perduran las marcas de la cuna del Niño Jesús, la patada de la mula, la pisada de la Virgen, la huella del bastón de San José, la pata de la gallina, la cama del gallo...

Si dirigimos ahora las miradas hacia el mediodía, divisaremos los parajes por donde vamos a realizar el trayecto que hasta aquí nos trajo. Ante su atractivo bajamos presurosos. Mas, antes de iniciar el paseo conviene acudir hasta la cercana Fuente Vieja. Su manantial está techado con una recia bóveda, al parecer de hechura romana.

 Por fin salimos del casco urbano por el oeste, a través de la llamada calle Corona. A mano izquierda, a poco de dejar atrás las últimas casas, topamos con la extensa balsa de La Poza de Arriba.

Torcemos hacia la izquierda en la primera encrucijada que nos sale al paso. A la vista, bien cerca, queda la iglesia del inmediato pueblo de Carracedo, un tanto separada del grupo de viviendas a las que sirve. Continuamos por una transitada pista que salva el arroyo de La Almucera por el paso relativamente moderno, designado como La Puente.

 Tras seguir de frente en el siguiente cruce, alcanzamos el paraje donde se hallaban los corrales en los que se recogían los rebaños locales. De ellos quedan unas pocas ruinas.

Camino adelante, torcemos a la izquierda en el siguiente empalme y tras pasar junto a granjas e invernaderos volvemos a virar hacia esa misma mano. Accedemos así a la pista asfaltada que viene de Santibáñez. A poco de caminar por ella, hallamos a su orilla dos edificios ruinosos conocidos como El Conventico. En ellos estuvo establecida antaño una fundación religiosa, protegida por los Condes de Benavente. Dos sacerdotes eran los encargados de su custodia. La sólida casa, que aún muestra cierta nobleza, fue la residencia. Los cultos se realizaban en una ermita próxima, semiengullida por la hiedra y la maleza. Todo muestra trazas de haberse construido a finales del siglo XIX o principios del XX. Pero analizando los muros de la capilla vemos un arco tapiado de formas barrocas y, cerca, un sepulcro monolítico volcado. Son testimonios de un lejano pasado. Se sabe que aquí estuvo establecido un cenobio, casi ignoto, denominado San Salvador de Villaverde, donado por Alfonso VI a Sahagún en el año 1100.

Por el medio de parcelas fértiles, en las que prosperan algunos frutales, regresamos hasta el pueblo. Una vez más la iglesia viene a ser el señuelo que nos atrae. A trechos su figura queda velada por la fronda de los chopos que prosperan en entre las fincas y junto a las márgenes del arroyo de La Almucera, que de nuevo habremos de cruzar.