Aislado en la planicie sayaguesa, perdido en ella, el pueblo de La Cernecina posee un profundo encanto. En él no hay ni berruecos dominantes ni riveras deleitosas, tan característicos de estas tierras y su casco urbano resulta diminuto, pero todo el conjunto se muestra sumamente bucólico, puro y límpido. Los densos y vetustos encinares aledaños anulan cualquier atisbo de desolación y agregan serenidad y calma. Además, como la vía de comunicación de la que dispone es sólo una modesta carretera que viene desde Malillos, no se genera ningún desasosiego. Por eso los sonidos dominantes suelen ser los que producen el viento al agitar las frondas arbóreas y el tintineo de las esquilas de los rebaños al pastar en las praderas.

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Así es que, al acceder a la localidad sentimos penetrar en un lugar íntimo y apacible. Nuestras miradas quedan acotadas en todas las direcciones por el cerco forestal inmediato. Esa carencia de extensas panorámicas fuerza a que centremos la atención en retazos diminutos, amables y hospitalarios, que parecen abrazarnos con afecto. El poblado en sí es uno de los más pequeños de la comarca. Posee una sola calle, de la que arrancan unas cortas travesías. Nos llaman la atención los rótulos existentes, por los que conocemos los nombres de calle Peña y calle Los Palos. Nunca contó con vecindario numeroso, pues tuvo una docena de viviendas como máximo, diez a comienzos del siglo XIX. En nuestros días esas casas aparecen bien cuidadas, rehabilitadas con esmero, conservando los caracteres arquitectónicos del pasado. También hay alguna alzada de nueva planta. Se mantienen ciertas portaladas, formadas con grandes sillares de granito y recios canzorros salientes para sujetar el tejadillo protector. Una de ellas lleva marcada la fecha de 1892. Muy característico es un palomar que se ubica en una cortina a oriente de las casas. Desgraciadamente se halla en ruinas, con sus tejados hundidos. Aún así, desde lejos, en apariencia mantiene íntegros sus volúmenes. Posee planta cuadrada, con muros pétreos y techumbre de un solo faldón. Como reclamos exhibe cuatro pináculos colocados en las esquinas del paravientos, pirámides unos y bolas los otros.

El asentamiento de población en este paraje fue posible por la existencia de algún imprescindible manantial. Nos señalan que antaño se abastecieron de agua para consumo humano de la fuente Genjo, ubicada en un disimulado rincón. Con el propósito de conseguir mayores caudales hicieron un pozo junto a ella, pero todo quedó sin aprovechamiento como consecuencia de la moderna traída desde el embalse de Almendra, común a toda la comarca. Debido a su secular pequeñez, el lugar nunca contó con una verdadera iglesia. Para los cultos ordinarios las gentes acudían hasta la parroquial de Malillos, situada a unos dos kilómetros escasos. Sin embargo sí existió un recinto religioso que aún perdura. Es una ermita dedicada a San Ildefonso que, aunque humilde, muestra un singular atractivo. Se halla solitaria, a unas decenas de metros a oriente del último edificio. Está construida con rústica mampostería, alisada con gruesas capas de mortero. Destaca el muro de poniente, más alto y fuerte, ensanchado sin duda para poderlo utilizar como juego de pelota. Sobre él emerge la espadaña, de un solo vano, ocupada por una pequeña campana. La puerta se abre en la fachada del mediodía, protegida por una saliente tejavana. Su dintel está formado por un largo sillarón de granito, lo mismo que cada una de las jambas, único alarde constructivo que reconocemos.

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El interior, sencillo y pobre, posee una rústica techumbre de madera, con vigas sin escuadrar. Las paredes se presentan encaladas con esmero. Sólo el arco de triunfo exhibe sin enjalbegar los sillares con los que está edificado. Los cincelaron en una piedra distinta a la existente del entorno, pues parece arenisca traída desde la vecina comarca de Tierra del Vino. El propio arco carece de cualquier tipo de imposta o capitel que diferencie las pilastras de la curva superior. Por sus formas, no es de medio punto, sino apainelado o carpanel, configuración que no sabemos si se proyectó así en un principio o es el resultado de desequilibrios que lo deformaron. Intriga en su conjunto, pero por el aspecto es difícil aventurar cuando pudo construirse. Se carece de verdadero retablo, pero no fue así en el pasado. Contó con uno fechado en el siglo XVI, formado por cinto tablas pintadas que llegaron a tiempos cercanos muy deterioradas. En el medio estaba colocado un valioso relieve gótico en el que se representaba a San Ildefonso, acompañado de cuatro ángeles, postrado de rodillas ante la Virgen. También atesoraban una imagen sedente, románica, de Nuestra Señora, con su hijo en la rodilla izquierda y otra, gótica, de San Blas. Para evitar su desaparición por robos, estas tres piezas escultóricas están depositadas en el Obispado de Zamora, en el Museo Diocesano, retornando a su lugar de origen cuando lo requieren los vecinos para las fiestas. De continuo, allí queda una figura de escayola de la Virgen de Fátima. Está entronizada en un nicho pétreo adintelado que conserva vestigios de una ornamentación pintada, con florecillas de colores rojo y ocre, con unos rasgos que nos parecen barrocos del siglo XVIII.

Y es que hemos de saber que las pocas personas que aquí residen de continuo siguen celebrando la festividad del santo arzobispo de Toledo el 26 de mayo. Suelen ser poco más de una decena de feligreses, pero acuden con entusiasmo y tesón, acicalados con sus mejores atuendos, para repetir una vez más las tradiciones y usos recibidos de sus antepasados. Esa jornada suele ser la única anual en la que se oficia misa en este oratorio. Al otro lado del camino que cruza por delante, arrimado a la pared de la cortina inmediata, se alza un crucero singular. Posee un rudo basamento pétreo sobre el que se yergue un signo cristiano de hierro leve y grácil, con sus brazos rematados en punta de lanza. Una doble espiral ornamental, colocada en cada uno de los ángulos, completa la pieza, creación esmerada de alguno de los magníficos herreros que trabajaron antaño por la zona. Salimos ya al campo libre por cualquiera de los dos caminos que desde la calle principal parten hacia occidente. Ambos convergen a pocas decenas de metros de su arranque. Lo hacen en las proximidades de una laguna redonda, pequeña, excavada para servir de abrevadero. Este círculo acuático resulta sumamente grato, ya que actúa como un bruñido espejo en el que se duplican los elementos del entorno. Desde aquí nos vamos a dirigir hasta los confines de las tierras locales. Llegaremos a las lindes de las dehesas de Puercas y de Carbellino, latifundios integrados en los términos de Piñuel el primero y de Fresno el segundo.

Tomamos para ello el camino principal, el que queda más señalado. Dejamos a mano derecha un carril que se desvía también en esa dirección. En un primer tramo avanzamos constreñidos entre las paredes de diversas cortinas y las matas de encinas jóvenes que crecen junto a ellas. Más adelante alcanzamos parajes más despejados y otra bifurcación, en la que hemos de optar por el ramal que continúa de frente. Debido a la existencia de tierras libres, las roderas que ahora se utilizan están marcadas en paralelo a la cañada antigua. Ésta, trazada a la misma orilla, se reconoce perfectamente, limitada por hileras de zarzas y carrascos cuyas frondas dificultan ahora su utilización. Junto a ella transitamos un largo trecho. Accedemos a una zona más elevada, un leve altozano conocido como cerro Valinduelo o Valdiñuelo. Desde él podemos divisar panorámicas más extensas. Por eso distinguimos al norte el Teso de Bárate y en otras direcciones Pereruela y la iglesia de Mogátar, ésta subida en su dominante otero. La trocha que hollamos se va diluyendo poco a poco. Cuando se pierde del todo seguimos campo a través, sorteando ciertas fincas aradas hasta topar con la cerca de alambres que marca físicamente la raya de la dehesa de Puercas. Antes cruzamos tangencialmente un par de grandes parcelas repobladas de pinos, con plantones aún jóvenes.

El arbolado dominante es encinar casi por entero, en el que descubrimos ejemplares muy viejos, de troncos gruesos y retorcidos, realmente admirables. Ese latifundio, cuyo nombre completo es el de Santa Marina de Puercas, contó con más de 700 hectáreas. A lo largo de los siglos perteneció a la aristocracia. En el siglo XVIII era del Conde de Miranda y hacia 1930 del de Mora y Marqués de Campollano. En 1950 quiso comprarlo el citado pueblo de Piñuel, pero se adelantó el mayoral, quien se quedó con él. En nuestros días sigue destinado a cría extensiva de ganado vacuno. Continuamos nosotros hacia el mediodía bordeando la alambrada, hasta encontrar muy poco más allá otra valla trazada hacia el oriente, que es la que delimita la dehesa de Carbellino. Estamos de nuevo en el borde de otra gran propiedad, de cerca de 600 hectáreas, la cual históricamente fue posesión del convento jerónimo de Nuestra Señora de la Piedad de Benavente. A este cenobio pasó por donación de don Francisco Enríquez. Ese caballero la entregó en 1511 para fundar un proyectado monasterio en la localidad de Redelga, el cual al final se asentó en la villa benaventana. Con la Desamortización de los bienes eclesiásticos del siglo XIX pasó a manos laicas y tras diversas ventas a los actuales dueños. También se crían aquí vacas, las cuales deambulan semilibres generando gratas estampas pastoriles. Desde el enclave en el que estamos el terreno se hunde hacia el sur para formar una amena vaguada. Brillan, allá en el fondo, las aguas de una extensa laguna, la cual no conseguimos divisar entera. Más cerca sorprenden, de nuevo por su corpulencia, diversas encinas. Justo en el extremo en el que la cerca traza un ángulo recto, nosotros iniciamos el regreso hacia el pueblo. Estamos en los confines de los términos de Fresno y Mogátar con el propio de La Cernecina. Para ese retorno atravesamos hacia el noreste un nuevo pinar.

Buscamos en su extremo un carril que nos devolverá al punto de partida. Pasamos ahora por el medio de fincas largas y estrechas, desprovistas de árboles. Poco antes de empalmar con el camino por donde salimos, a modo de postrera despedida, admiramos otra vetusta encina, quizás la más recia e impactante de todas las que hemos contemplado. Su grueso tronco sostiene una copa asimétrica, modelada por los temporales de varios siglos.