En una capilla lateral de la iglesia de Vadillo de la Guareña se entroniza una imagen ancestral de la Virgen titulada de Montserrat, a la cual los vecinos del pueblo rinden intensa devoción. Es una escultura del siglo XII o quizás anterior, que representa a la Reina de los Cielos sedente, sujetando al Hijo en el centro de su regazo. Posee pequeñas dimensiones, ya que no llega al medio metro de altura, siendo a su vez muy estrecha. Se muestra subida en alto podio y tocada con manto de tela. Pese a tan venerable antigüedad se conserva en buen estado, faltando, sólo, una de las manos del niño. A su vez mantiene una añeja policromía, en la que dominan los dorados, con toques azules y marrones.

Su carácter secular le hace ser una de las figuras más valiosas de la provincia dentro de las de su tipo. Pero además intriga sobremanera por su denominación. Los lugareños aseguran que no tiene nada que ver con la patrona de Cataluña, que su historia es totalmente diferente. Bien es verdad que por sus formas pudiera ser contemporánea o anterior a la catalana, sin embargo al celebrar su fiesta el mismo día 27 de abril alguna relación ha de sospecharse. Una hipótesis es que la advocación llegara con algún freyre sanjuanista venido de la región mediterránea. Cierto es que este pueblo, junto a los demás de La Guareña, perteneció históricamente a la Orden de San Juan o de Malta. Pasó a su poder con la donación realizada por la reina doña Urraca y su hijo Alfonso VII en el año 1116, dependencia que duró hasta el siglo XIX.

Al Montserrat de Vadillo de la Guareña (La Guareña)

Una leyenda local, con diversas variantes, afirma que, en tiempos indeterminados, la Virgen se apareció en un paraje solitario a medio camino entre Vadillo y Alaejos. Como testimonio de esa manifestación dejó sobre el lugar una preciosa imagen suya. Enteradas las gentes de la localidad vallisoletana, allí acudieron para llevarse tal escultura. Sin embargo no pudieron moverla, pues la diminuta figura adquirió de improviso un peso tremendo. Llegaron después los de Vadillo y la cargaron sin esfuerzo, conduciéndola mansamente hacia su parroquia. Quedó demostrado con ello su preferencia por el pueblo zamorano, que hizo suyos los solares de la aparición. Construyeron una ermita sobre ellos, donde le dieron culto a lo largo de los tiempos. Mas, ese oratorio fue deteriorándose hasta derrumbarse por entero, con lo que sólo permanecen sobre su solar un montón informe de escombros.

Estimulados por lo señalado, dirigimos nuestros pasos hasta el legendario rincón donde se enclavó el citado santuario. Acudimos con el anhelo de captar algún retazo de espiritualidad remanente, algún brillo sobrenatural. A aquel pago se le sigue denominando Montserrat o Monserrate, pero localizar el punto exacto donde se alzó el recinto religioso resulta tarea ardua, a no ser que contemos con la ayuda de alguno de los vecinos del pueblo.

Enfrentados a la ruta, salimos del casco urbano cruzando el río para llegar a la cercana ermita de la Vera Cruz o del Humilladero. Parte de allí una pista que sigue en paralelo al curso de la Guareña, en dirección opuesta a la corriente, sin alejarse demasiado de los frondosos sotos ribereños. La marcha resulta amena, animada por la atractiva presencia de huertas bien cultivadas. Hacia la izquierda parten sucesivamente tres caminos, de los cuales sólo está bien marcado el del medio. Por ninguno de ellos hemos de desviarnos. Será por el cuarto, llamado de la Urnia, por donde lo hagamos. Sale justo en frente de unos edificios a medias agrícolas y de recreo, designados en los mapas como Anchadal de Abajo, distantes del pueblo unos dos kilómetros. Ascendemos suavemente entre medio de extensas y despejadas parcelas. Tras alcanzar una finca poblada con viejos almendros y algunos rebrotes de higuera, la subida se acentúa bruscamente con un fuerte repecho. Nada más superar ese talud accedemos a una llanada amplia y desnuda, abierta a todos los horizontes. Se la conoce como El Cascajo o Llano del Cascajal, pues cuenta con mucha piedra suelta en sus suelos. Percíbese una tremenda soledad, como si estuviéramos en el medio de la nada. Como única referencia, hacia el oriente se divisan lejanas las torres de Alaejos. Simulan dos flechas apuntando al cielo.

Al llegar a una compleja encrucijada alcanzamos los confines del término local y la raya de separación de las provincias de Valladolid y Zamora.

Mas, no necesitamos avanzar hasta allí. Un poco antes, en la penúltima finca hacia el norte, en su centro, apreciamos una minúscula mota sin labrar. Ese es el enclave exacto que venimos buscando, aquel donde se ubicó la ermita de Montserrat. En periodo de barbecho o rastrojera podremos cruzar directamente, pero si la parcela está sembrada hemos de rodear por las lindes para no causar da- ños. Ya sobre el lugar exacto, ásperos hierbajos recubren casi del todo el montón de escombros allí existente. Asoman diversas piedras de arenisca, algunas toscamente escuadradas, que debieron de formar parte de las abatidas paredes. Además, en los espacios arados circundantes aparecen diseminados numerosos fragmentos de tejas. Bajo esa acumulación de cascotes han de ocultarse los suelos que fueron sagrados, bendecidos por la legendaria presencia de la Madre de Dios. Sorprende la desolación paisajística, pues el lugar resulta austero en demasía. Nada hay que alivie tanto ascetismo, que deje aflorar supuestas fuerzas telúricas. Tampoco queda recuerdo que hubiera existido algún ignoto poblado, del cual, tras quedarse yermo, resistiera su primitivo recinto de culto transformado en ermita. Abruma tan tremendo aislamiento, surgiendo de ese desamparo la emotividad que se percibe.

Al llegar el momento de regreso, podemos desandar la ruta por la que llegamos. No obstante, optamos por cruzar campo a través, atajando hacia el norte hasta topar con otra pista que por allí existe. Bajamos suavemente en dirección oeste, pero en el primer empalme al que accedemos nos desviarnos hacia la derecha y, en un segundo, a la otra mano. Cercana queda una nave ganadera y algo más abajo la alameda de la Hormiga, con sus chopos dañados y partidos. A su sombra se ubica una fuente, cuyo manantial desapareció al excavar un pozo.

Transitamos ahora por el camino de la Carbonera, llamado así por el dominante cerro contiguo. Ese altozano, con cotas de 818 metros, es uno de los más importantes de la zona. A su lado se alzan los tesos de Santa Isabel y el de la Nariz. Gozamos desde allí de amplias panorámicas sobre el valle del Guareña. El propio río se adivina por la continua cinta verde generada por las alamedas que prosperan a sus orillas. Se divisan varios pueblos. Distinguimos, además del propio Vadillo; Bóveda de Toro, Guarrate, Castrillo y Fuentelapeña, todos ellos rodeados de amplias y fecundas tierras que se extienden hasta diluirse imprecisas en la lejanía.

Tras larga bajada, junto a la última rampa emerge un modesto altozano conocido como Teso de la Cruz. Conviene desviarse brevemente para subir a su cumbre. Existe sobre ella el esbelto signo cristiano que le da nombre, pieza escueta y simple, creada con hierro. Asoma desde uno de los rebordes, en estratégica posición para que sea bien visible desde el pueblo. Nosotros gozamos de una percepción completa sobre la localidad, asentada mansamente sobre la suave y fecunda ladera contigua a la margen fluvial izquierda.

Estimulados por tan atractiva estampa, bajamos presurosos hacia las casas. El primer edificio al que llegamos es la ya conocida ermita de la Vera Cruz. Junto a su puerta cruza de la Cañada Real, antaño transitada vía pecuaria. El oratorio fue un modesto recinto de tapial que llegó decrépito a nuestros días. Ante la necesidad de una compleja restauración decidieron demolerlo y crear uno nuevo de ladrillo, más sólido, pero desprovisto de la emoción y encanto del perdido. En él se celebra una animada romería el día tres de mayo, en la cual sacan en procesión a la imagen del Cristo titular. En ese desfile los devotos ejecutan un tradicional baile a ritmo de jota, danza que es una sentida forma de oración y homenaje.

Dos puentes muy cercanos entre sí salvan el curso del río. El más moderno cuenta con pocos años, construido para liberar del tráfico al otro, bastante más noble y antiguo. Este segundo posee cuatro vanos, formados por arcos rebajados apoyados en pilas dotadas de tajamares agudos. En nuestros días su capacidad de desagüe es limitada, ya que el aterramiento del cauce y la vegetación acuática tapan en gran medida la obra. A pesar de afirmaciones que lo señalan como obra romana, queda constancia escrita de su construcción en el siglo XIX.

Dentro ya del casco urbano, apreciaremos que está formado por casas muy remozadas o de nueva planta, modernización que delata un evidente progreso y bienestar. El principal monumento local es la iglesia, ubicada en zona céntrica. Por sus formas se aprecia que en su estructura actual procede de trabajos sucesivos realizados a lo largo de los siglos. Destaca la torre, de planta cuadrada, tosca y recia, no muy alta, carente de cualquier detalle ornamental. Se la señala como un vestigio de la primitiva construcción románica. Está creada con piedra a medias mampuesto y sillería. El despiece denota múltiples parcheos y reutilización de los materiales. Resisten angostas saeteras y vanos tapiados, apreciándose un recrecimiento en altura. Tras acceder al interior, aparte de la ya señalada imagen de la Virgen de Montserrat, destaca el retablo mayor. Es una noble pieza de comienzos del siglo XVII, obra del entallador Juan González. Está presidida por la escultura de San Miguel alanceando a Satanás, acompañada de parejas de pinturas en sus calles laterales. A su vez incluye un retrato de doña Ana Orozco, dama de la que se sospecha pudiera haber sido la donante.

La visita al pueblo no queda completa sin saber de la existencia de una gran finca conocida como La Granja, que ocupa el tercio septentrional del término. Antaño perteneció al monasterio de San Román de la Hornija, pasando por diversos dueños y avatares tras ventas y desamortizaciones. Aunque en algún tiempo se criaron allí toros bravos, históricamente, al igual que parcialmente ahora, estuvo destinada a la producción de vino. Por ello posee una admirable bodega subterránea de unos 3000 metros de extensión, excavada totalmente en roca. La iniciaron en el 1750, trabajando unos 125 hombres durante 17 años.