Poco de nuestro mundo hiperconectado existiría sin la figura de Alan Turing, padre, abuelo, pionero y precursor de la informática tal y como la conocemos hoy día. En 2012 se celebró el centenario de su nacimiento y la efeméride sirvió de plataforma para una campaña que pedía al Gobierno británico una disculpa oficial por haber condenado al matemático en 1952 a causa de su condición sexual: con la ley de indecencia pública bajo el yugo, Turing admitió haber mantenido una relación sexual con un hombre y se sometió a un tratamiento de castración química experimental.

Dos años más tarde murió suicidándose comiendo una manzana envenenada con cianuro. Por fortuna, la disculpa no tardó (en diciembre de 2013 la Reina Isabel concedió el indulto póstumo a Turing) y, en cierto modo, The Imitation Game hace extensible esa intención de refrendar aquel terrible error. Una iniciativa loable aunque a la vista de los resultados, insuficiente. No con el legado de Turing, sino con la persona, con sus sentimientos, sus heridas y sus secretos.

Los secretos son a todas luces el mejor material con el que definir a Turing y el vínculo entre su sexualidad oculta y su pasión por la criptografía, un dato no especialmente sutil, explica la complejidad de un hombre entregado al misterio de los códigos indescifrables. Resulta triste que la película no alcance ni a desarrollar con delicadeza esta metáfora tan presta, por otra parte, a una poderosa puesta en escena: nada sobresale en este convencional biopic, ni tan siquiera Benedict Cumberbatch imitando a Turing (es probable que gane todos los premios de la temporada, pero no es la mejor interpretación de su carrera).

Para alguien que aseguraba que «son las personas que no te imaginas las que hacen cosas que nadie puede imaginar», con escasa imaginación ha quedado retratado. Cero genio.