Casi siempre que el cine se centra en el mundo laboral lo hace para dar voz a aquellos que fuera de la pantalla no la tienen; los CEOs, los gerentes, en general los jefes que se hacen oír en medios de comunicación y consejos de administración, suelen ser meros personajes en segundo plano sin más función que ejercer de villanos. Eso hace que la sátira ‘El buen patrón’, la mejor película de Fernando León de Aranoa en mucho tiempo -tal vez, por qué no, la mejor de su carrera hasta la fecha-, sea singular por dos motivos. Primero, porque pone en el centro a uno de esos poderosos; segundo, porque la complejidad de la que lo dota hace que nos resulte despreciable pero también fascinante, y que hasta estemos de su parte durante buena parte del metraje. Y eso es así gracias a la finura con la que León de Aranoa lo ha escrito y con la que Javier Bardem lo interpreta.

Podría decirse que el tipo es un hombre perfectamente opuesto al que el mismo director y el mismo actor retrataron en ‘Los lunes al sol’, la Concha de Oro de 2002. Si Santa era trabajador explotado y desempleado, Julio Blanco es un empresario que explota y desemplea, un fabricante de básculas con maneras de cacique que, eso sí, se jacta de tratar a sus empleados con toda la rectitud que su producto simboliza aunque para ello vaya cometiendo actos cada vez más atroces. 

Sería muy fácil pintar a alguien así como un monstruo. Pero León de Aranoa, decimos, logra que sus tropelías -o al menos casi todas ellas- resulten del todo razonables viniendo de alguien en su posición porque, como dijo aquel, “es el mercado, amigo”. Y entretanto nos mantiene a su lado, acompañándolo a través de una semana de su vida durante la que la fachada tras la que se protege amenaza con derrumbarse, convirtiendo el camino en un eficaz ‘crescendo’ de tensión dramática puntuado por el tipo de risas que tardan solo unos segundos en hacer sentir culpable al que ríe. Ese humor negro es buena parte de lo que permite a ‘El buen patrón’ resultar políticamente incisiva sin necesidad de desplegar pancartas. 

Casi nada en la película funcionaría, en todo caso, de no ser por el trabajo de Bardem en la piel de un personaje que casi pide a gritos ser llevado al terreno de la caricatura. Secundado por un peinado raro y una dicción imposible, el actor se instala al borde del exceso del mismo modo que el buen patrón permanece en todo momento a punto de perder la compostura y solo la pierde cuando no tiene enfrente a nadie más que su propio reflejo en el espejo. Y, desde esa fina línea, logra resultar ridículo, y seductor, y débil, y aterrador, y en definitiva humano. Comentaba este martes el actor que el personaje se inspira en el tipo de figura, tan habitual en nuestro país, que “se sirve de su carisma y su presunta cercanía, y de su gracejo de barra de bar, para engatusar a la gente y salir indemne de sus actos”. Viéndole en pantalla, resulta inevitable empezar a barajar nombres.