Salas de exposición permanente

Todos los públicos

Las palabras del filósofo Zenón intentaban probar «que el ser tiene que ser homogéneo, único y, en consecuencia, que el espacio no está formado por elementos discontinuos sino que el cosmos o universo entero es una única unidad». Esa unidad y continuidad en el tiempo es lo que sugiere el nombre que he elegido: «Vestigios»; la cultura, las huellas y la experiencia de nuestros antepasados se transmiten en el tiempo y se ven reflejadas en nuestro presente.

Esta intervención pretende establecer un diálogo y una cercanía entre nuestro pasado y nuestro presente, entre la tradición, los distintos modos de vida y el arte, intentando mantener viva la memoria de una cultura, unas costumbres y un saber hacer y, de esta forma, poder comprender mejor nuestro momento y recibir un futuro próximo.

VESTIGIOS’ O VIVIR EN DOS TIEMPOS

«La velocidad impide la experiencia del mundo (…) Para aprender de nuevo a ver el mundo, para aprender a habitarlo, hay que salvarlo tanto de la negación del tiempo como de su extrema aceleración». La cita es del pensador Joan-Carles Mélich; pertenece a su libro ‘La fragilidad del mundo’ y creo que ejemplifica con exactitud la experiencia de esta exposición en dos tiempos. Una exposición que pide, además, un tiempo detenido.

Pienso que todo museo etnográfico tiene algo de yacimiento arqueológico. Aquí se muestran objetos recuperados de algunas ‘capas’, recientes eso sí, de nuestro pasado. Y su pervivencia en nuestro presente. La iniciativa de dejar que el arte más contemporáneo pida un lugar en sus vitrinas, permitirle invadir algunos de sus rincones, es dotar de experiencia al paso del tiempo, secuenciarlo, pero también simultanearlo. Dejar en foto fija el antes y el después.

‘Vestigios’, la exposición de Fernando de Dios que ahora se puede ver en sus salas, tiene un título adecuado en su polisemia. Estos vestigios son memoria, huellas, restos y señales. Una memoria inconsciente, la huella de un antepasado desconocido, los restos de objetos a los que probablemente nunca prestamos atención, las señales de una cultura y una forma de vivir que permanecen en la mirada del artista mientras busca nuevos caminos para su arte.

La pintura de Fernando de Dios se ha movido prácticamente en toda su trayectoria en el campo de la abstracción. Y aunque el efecto matérico siempre ha tenido mucha importancia en sus lienzos uno de los elementos constantes que define su creación es la búsqueda de la fluidez. Si sus fotografías (un tercer medio de expresión del artista, detrás de la escultura que sería el segundo vehículo) nos hablan del agua, de efectos lumínicos y transparencia los colores de su pintura se expanden y descienden fluyen sobre la superficie, se encuentran y superponen. En esta danza no es de extrañar que la mirada confluya en las piezas que ha elegido para acompañar las instalaciones del museo. ¿Pero quién acompaña a quién? Los colores del traje del zangarrón estuvieron ahí desde mucho antes, pero ¿de dónde vienen las ‘manchas’ que lo traducen a nuestro tiempo? Los alegres gorros de los niños, a medio camino entre el cuidado y los ritos de protección ¿no se parecen en sus colores a esas piezas recicladas que pueblan el estudio del artista?

Es posible que, mientras visitaba el museo buscando una conexión para sus piezas, Fernando de Dios encontrara respuestas para preguntas que quizá ni se había planteado. De un tiempo a esta parte su pintura pedía espacio y como ocurre tantas veces en el arte los colores saltaron a la tercera dimensión. Hay una pieza en especial en la que conviene fijarse y que se expone junto a los cántaros y piezas de uso doméstico en las que el barro nos habla de oficias a punto de extinción y que de alguna manera resume y ejemplifica el contexto y el objetivo de esta exposición en dos tiempos. Formalmente nos remite a esas grandes cántaras que, para conservar alimentos primero y con una función decorativa después, encontramos no solo en museos como éste sino en multitud de casas particulares. Su textura también nos habla de un tiempo en el que las manos añadían calidez frente a la fría perfección tecnológica de un acabado mecánico. La paradoja es que esta pieza está hecha con plástico reciclado, ese material menos noble que vino a simplificar muchos procesos y abaratar muchos costes de producción pero que ahora plantea tantos problemas de contaminación y de exceso de residuos. Y es así como uno de los ejes que está presente en todo el museo: nuestros antepasados eran por necesidad maestros de la reutilización (esas lañas en las piezas de barro lo gritan; esa forma de blanquear la ropa a base de agua y ceniza en los ‘blanqueadores’ de barro lo prueban) se ‘recicla’ aquí en las piezas de Fernando de Dios. Pero hay algo más: una mirada oblicua sobre ella, focalizada en un fragmento de su superficie nos remite a algo tan orgánico como el hueso. Osario con ‘alma’ de cántaro.

Lo dice la tradición: barro fuimos, polvo en el viento somos.