Pocas veces se ha descrito el incordio que supone una mosca como lo hace Wenceslao Fernández Flórez en "El bosque animado", concretamente en la estancia titulada "El pueblo pardo", que empieza contando los fallidos intentos del señor D'Abondo de espantar una mosca a la que le apetecía el arroz con leche tanto como al propio señor del pazo.

"¡Camarero! ¡Hay una mosca en mi sopa!" Era lo peor que le podía pasar a alguien a la hora de comer: encontrarse una mosca en la sopa. Y es que sentimos una profunda aversión por los insectos, al menos vistos como comida, por mucho que nos bombardeen desde los medios con su riqueza en proteínas. Hay proteínas y proteínas, señores.

La televisión ayuda a agravar la cosa. En cuanto un reportero se va a un país de los que aún consideramos exóticos se cree en la obligación de grabar en algún pestilente mercado local (por fortuna, la tele todavía no transmite olores) no los alimentos más típicos, sino los más repugnantes para un europeo: escarabajos, grillos, arañas, alacranes... Algunos hasta se comen no, y hasta ahí llega la grabación: no los graban vomitando después.

El europeo comió insectos. Hace muchísimo tiempo. Lógico: un grillo, un escarabajo, era más fácil de atrapar que una liebre o una perdiz. Andando el tiempo, descubrió que había, en el mar, otros artrópodos que en vez de ser hexápodos como los insectos, u octópodos como los arácnidos, son decápodos y estaban buenísimos: los crustáceos. Entre una langosta del orden de los ortópteros (insectos) y otra de los palinúridos (crustáceos) hay un trecho muy grande.

Los turistas que viajan al sudeste asiático suelen picar en este tipo de comidas, en la obligada visita a los restaurantes de mercado, y no me refiero a los que se basan en la materia prima del mercado, sino a los que están en el mercado, tendencia de moda ahora también en ciudades como Madrid, donde los mercados son cada vez menos mercado y más multicentro de lo que llaman "gastronómicos".

Ya que estoy aquí, voy a comerme un grillo, piensa ese turista. Y se lo come, haciendo más o menos visajes. Pero ha cumplido. Yo también tengo mi cuota de entomofagia cubierta, y en ningún caso en un mercado asiático.

Noten que uso la palabra entomofagia, es decir, comer insectos; porque hace nada leí en algún sitio a un escribidor que hablaba nada menos que de entomogastronomía, cosa que, pienso yo, debe de referirse a las preferencias gastronómicas de los insectos, no sé...

Lo primero que comí en este terreno fueron escamoles, larvas (me los anunciaron como huevos, pero son larvas) de hormiga; me las pusieron en tortilla (mexicana) con guacamole, y sabían... a guacamole, claro está. ¿Desagradables? Para nada. Y no vean cómo se cotizan en México los escamoles, considerados el caviar mexicano.

Más México: los popularísimos chapulines. Saltamontes fritos. Algo crujiente y salado; una especie de mezcla de palomitas de maíz (que aborrezco) y pipas de girasol. Comerse una ración de chapulines es vivir la historia "gastronómica" de las salas de cine: antes, pipas; ahora, palomitas. Se dejan comer.

Como las hormigas culonas colombianas: tres cuartos de lo mismo (crujiente y salado), pero más evidente, porque esas hormigas son de tamaño apreciable. Pero no son desagradables. No diré lo mismo de los gusanos del maguey, los que vienen en el mezcal; no soy para nada devoto de ese licor, ni de sus inquilinos. Un ortóptero es un ortóptero, y una oruga es una oruga, por muy larva de lepidóptero que sea.

En cualquier caso, todos estos elementos están en mi currículum entomofágico, que no tengo el menor interés en ampliar. El único producto relacionado con los insectos que mantendré en mi dieta habitual será, por supuesto, la miel, una cosa que nadie parece relacionar con la entomofobia a la hora de usarla en un postre, o con unas tostadas, aunque provenga del "buche" de las abejas: miramos para otro lado, y nos endulzamos la vida. No hay nada como no querer saber.

La repulsa o, como decimos ahora, el yuyu por los insectos en la mesa, personificado en las moscas, tiene incluso páginas literarias. Como esta: "Cuántas veces pasó por pasa la mosca golosa, y muchas fue el mayor bocado de carne que comió el dueño del pastel", escribió Quevedo, que tenía una fijación especial con los pasteleros, entendiendo por tales a quienes vendían pasteles de carne, que hoy llamaríamos empanadas.

De cosas peores acusaba el pueblo a los pasteleros. El propio Quevedo, en "El Buscón", se hace eco de la sospecha de que en esos pasteles, que eran los más baratos, se usaba como ingrediente la carne de ahorcado: "Parecieron en la mesa cinco pasteles de a cuatro, y tomando un hisopo, después de haber quitado las hojaldres, dijeron un responso todos, con su requiem aeternam, por el ánima del difunto cuyas eran aquellas carnes".

Vamos: que no es de ahora. Y es que me temo que el Homo europaeus no está entre los animales clasificados como insectívoros.