A mamarla. Ya tenéis lo queréis, pues hala, a mamarla. Con ese grito a las puertas de un aeropuerto frente a los provocadores profesionales en que la prensa caníbal caía porque había que alimentar el monstruo, cuando las cadenas alimentaban hasta el sinsentido la burbuja rosa, José Sancho daba carne a su imagen de arisco, deslenguado, y peleón por mantener su vida lo más en privado posible. Era la otra cara del artista. La que lo ponía en los platós de cotillas tratando de escudriñar hasta el más mínimo detalle de su vida con otra bomba de la naturaleza, María Jiménez.

Seguro que miles y miles de personas se habrán quedado con esa imagen del actor valenciano. El lunes los informativos y ediciones electrónicas de los diarios anunciaron su muerte por cáncer en Valencia con resúmenes de su trayectoria. Pero sólo la profesional.

Es tan grande su figura que la otra es irrelevante. En lo personal, uno andaba un poco perdido. De nunca me arrebató su legendario personaje como El Estudiante en Curro Jiménez, así que para mí José Sancho es el José Sancho último. Y es extraordinario. Su voz, su perfecta dicción. Me emocionó hasta sacarme una mala leche del carajo como el golpista Milán del Bosch.

Me emocionó su profundísima recreación del cardenal Vicente Enrique y Tarancón, y dibujó con acierto a un empresario franquista en Cuéntame. Ahora he recuperado algunos trabajos suyos para teatro. Vuelvo a su voz. Pero creo que su verdadera cumbre como actor sólido, sin estridencias, aportando grandeza y sol- vencia a su ser de ficción lo logró como el constructor Rubén Bertomeu, el de Crematorio. José Sancho era de una escuela de la que van quedando pocos. Paz para él.