El comienzo de mi maternidad, lejos de lo que esperaba —yo que me consideraba fuerte, segura de mí misma y con un instinto sólido a prueba de dudas y consejos externos—, fue sin embargo algo convulso y traicionero. Me sentí perdida más veces que menos. La demanda constante o los manotazos que soltaba mi bebé, me aturdieron más de lo esperado. Y en ese lío de emociones —las suyas y las mías—, me vi leyendo todo lo que no había leído durante las 41 semanas previas, o haciendo búsquedas en Google algo vergonzantes: “bebé pega a mamá, ¿qué hacer?”.

Burla burlando llegué a Disciplina Positiva. Y cómo me alegré de ello cuando mi hija cumplió dos años. Quien haya tenido cerca —el tiempo suficiente— a una criatura en lo que los ingleses llaman los “terrible two”, sabrá que, en ese momento, todo lo que pasa dentro de su cuerpo y su mente ataca de lleno a nuestro estilo de vida, lo divino y lo terreno, y pone patas arriba hasta la casa más zen.

Resulta que ese follón es solo el comienzo de un camino largo, el de la crianza, en el que necesidades adultas e infantiles chocarán casi de manera continuada. Sin duda, conocer, divulgar y llevar Disciplina Positiva a mi casa me salvó de una convivencia convulsa, para llevarme de la mano por el camino del respeto mutuo y la colaboración. ¿Esto significa que en mi hogar no hay rabietas ni conflictos? Claro que los hay. Convivo con una niña de casi cuatro y durante estos años podemos marcar la casilla de todas las problemáticas que atraviesa cada familia del planeta. No se trata de erradicar conductas, sino de comprenderlas y acompañarlas desde un lugar que no nos es familiar, porque (spoiler): nadie nos ha enseñado.

Es curioso cómo algo tan cotidiano y natural como la convivencia familiar puede ocasionarnos tantas dudas. Y entonces, la comparación al canto: me dicen muchas familias que sus madres o sus abuelos no tenían estos problemas que tenemos ahora, que las criaturas se portaban mejor, que no demandaban tanto. Que —aviso: la siguiente frase puede ocasionar trastornos severos en la razón humana— “antes no hacíamos tantas tonterías, y no habéis salido tan mal”.

Al hilo de este debate implícito en nuestras casas, me he preguntado: ¿por qué tanta diferencia entre el antes y el ahora? Y con esta pregunta, algunas otras: ¿Acaso nuestras abuelas eran libres?, ¿podían expresarse en casa como lo hacemos nosotras? Y en consecuencia, ¿cómo y cuánto espacio quedaba para que los niños pudieran ser seres de pleno derecho?

Nuestras madres, las que maternaron en plenos 80, fueron quienes protagonizaron, como generación revolucionaria que fue, el giro de la mujer desde la casa hacia el trabajo fuera de ella. Y en estos hogares crecieron —crecimos— muchos de los padres y madres que hoy leen estas líneas. Sin duda, un contexto mucho más igualitario —y ¡ojo! la de camino que les quedaba por andar, si a nosotras aún nos queda—, pero en muchos casos también, exento de espacios para el diálogo. ¿Había tiempo para hacer reuniones familiares? ¿O para elaborar pictogramas en casa, que ayudasen al cumplimento de las rutinas? ¿Tenían acaso herramientas, como sí las tenemos hoy, para informarse sobre inteligencia emocional o sobre los avances en el terreno de la psicología infantil?

Hoy nos encontramos ya en muchos casos, —triste e injustamente no en todos—, con hogares donde la igualdad entre géneros es una realidad. Con esto, las criaturas perciben que todos somos iguales, que en el cole las jerarquías ya no están tan marcadas, que no les gritan, no se castiga —al menos, no tanto o no tan duramente como antes—, y eso hace, naturalmente, que exijan también su parcela de poder, pues sienten que pueden hacerlo.

Ese poder es nuestro problema. Ese poder que nos es tan incómodo ofrecerles, debemos recordar que no es un privilegio, ni un capricho. Que no nos están “tomando la medida”, ni están rozando la tiranía. Ese poder que reclaman y les hemos negado hasta ahora, es un derecho. Es su derecho.

Los tiempos cambian, las necesidades también. Y Disciplina Positiva nos propone algo que, a priori, suele asustar: la autocrítica. El cambio de conducta que esperamos —ansiamos— en nuestras criaturas, debe partir, primero, del cambio personal. Es primordial, antes de conocer las herramientas que Disciplina Positiva nos propone, tomar conciencia de cómo nuestro comportamiento influye de manera determinante en el suyo.

Disciplina Positiva es un estilo educativo basado en la psicología individual de Alfred Adler (1870-1937) y llevado al papel en los años 80 por las psicólogas y educadoras Jane Nelsen y Lean Lott, que formaron todo un programa estratégico repleto de herramientas. Nos ayuda a comprender que la “mala conducta” debe ser, antes de todo, comprendida y casi diseccionada ¿Qué hay debajo de las rabietas? ¿Por qué nos dicen a todo que no? ¿Cómo conseguir colaboración en las rutinas diarias, sin que cada día acabe en una especie de yincana emocional? Puede parecer difícil, pero lo cierto es que casi todas las criaturas a determinadas edades atraviesan por los mismos problemas —que bien entendidos, no son tales— y nosotros, desde el desconocimiento de esos procesos naturales y necesarios en su desarrollo, solemos caer en recursos que acaban fomentando, paradójicamente, esas conductas incómodas que pretendemos erradicar.

Disciplina Positiva está siendo ya un referente educativo y social en más 70 países, creando contextos respetuosos y cooperativos. Es necesario. No sabemos dirigirnos a la infancia sin comprar su buen comportamiento o penalizando el malo. Nos cuesta no comparar. Etiquetamos. Les provocamos, chinchándoles o gastándoles bromas que no les es fácil comprender y nos sorprendemos —incluso enfadamos— cuando se hartan y responden mal. Desestimamos su opinión: “¡pero si no ha sido nada!” o les mentimos piadosamente, impidiendo que experimenten la frustración, por miedo y desconocimiento a cómo sostenerla después “ahora te lo compro, si… mira un pajarito!”.

Disciplina Positiva nos ayuda a que una nueva forma de relacionarnos con nuestras hijas e hijos florezca y vaya dejando en el olvido aquella que daña, que no ayuda ni respeta la infancia. Es difícil el cambio. En ocasiones es duro. Porque es preciso aparcar el orgullo y asimilar que no sabíamos tanto sobre convivencia entre mayores e infantes.

La infancia merece respeto real y Disciplina Positiva es una manera tangible y llena de recursos, para materializar lo que en palabras suena tan fácil y en la práctica es tan complejo.