anoche, el compositor Franz Schubert volvió a ser el "caminante" que se arrogó en vida en busca de un amor que, en esta ocasión, tampoco halló entre los muros de la iglesia románica de San Cipriano. Como hace casi dos siglos, el maestro austriaco experimentó el frío del duro invierno de la soledad, no en sus propias carnes, sino en la voz incontestable del tenor británico Mark Padmore, que encontró a un cómplice con mayúsculas en el joven James Baillieu, extraordinario ante el piano.

Las notas de Baillieu, intérprete de origen sudafricano, iniciaron el "Viaje de invierno" con el primer "lied" -la composición lírica para solista y piano que Schubert renovó a principios del XIX-, un poema titulado "Gute Nacht" (Buenas Noches), el más largo de la tarde, que hizo cómplice a un auditorio que se entregó a la belleza de la voz de Padmore, repleta de matices. A partir del segundo de los 24 poemas, el británico abrió el caudal de voz para exhibir toda su potencia.

Por el camino, Padmore padeció los rigores invernales de los bosques alemanes que alimentaron la poesía de Wilhelm Müller, sobre cuyos textos nace este "Winterreise". La iglesia medieval se convirtió en un valle inhóspito en el que se sucedieron el viento gélido, la nieve, el hielo o la escarcha; metáfora del corazón desolado de Schubert en una de sus obras maestras, la que escribió en las postrimerías de su corta existencia.

Rumbo a la depresión más absoluta, la composición "Winterreise" solo halló una suerte de oasis en el "Sueño primaveral", donde el solista británico soñó "con flores de colores como las que florecen en mayo", "con verdes praderas y con alegres reclamos de pájaros". Pero todo era una ilusión y "cuando cacarearon los gallos", Padmore volvió a sentir el frío y la oscuridad.

Y así se fueron sucediendo las secuencias de la expedición de un trovador cuyo amor es imposible, un camino hacia el ocaso en el que Schubert solo aspira a ver encanecer sus cabellos para convertirse en anciano y decir adiós a su infructuosa búsqueda. Pero también es mentira. "Mi juventud me produce pavor: ¡cuán lejos queda aún mi tumba!", se preguntaba el "caminante" sobre el escenario de San Cipriano.

Entretanto, el hilo de luz que sobrevivía en el templo dejaba a los espectadores del Pórtico seguir el programa con el texto de Schubert. Relegados los aplausos para el final de la composición, apenas algún que otro suspiro y el sucederse de las páginas del libreto interrumpían la escena, convertida en el espacio mágico, irreal, del que Padmore y Baillieu se habían adueñado ya hacía rato.

Comprometido más con la narración de sentimientos que con la belleza de la composición lírica en sí, Franz Schubert desnudaba sus emociones. Un "Viaje de invierno" similar al de Jorge Manrique, en esos "ríos que van a dar a la mar", el ocaso, el final.

Tal fue el grado de evasión del público, que los espectadores tardaron en reaccionar ante la última de las composiciones de "Winterreise", el poema "El zanfonista", los últimos instantes del recorrido por el más gélido de los inviernos. Segundos después de los últimos versos, los más íntimos, el auditorio estalló en una salva de aplausos que premiaron una de las actuaciones cumbre en la historia del Pórtico. Hasta en tres ocasiones, los protagonistas tuvieron que regresar a la escena. Allí había ocurrido algo mágico, aunque muchos no supieran el qué. Los espectadores abandonaban sin prisa la nave central de San Cipriano con la certeza de haber asistido a un espectáculo único.