En abril se celebraron unas elecciones generales ortodoxas, con un veredicto que obligaba a Pedro Sánchez a gobernar, sin más que exigirle un mínimo de agudeza y arte de ingenio. En lo que tenía de rehabilitación de un liderazgo socialista perdido con violencia, amén de la anulación de los rivales, se trataba del mayor triunfo de la democracia. Una vez descartado el resultado de los comicios por su principal beneficiario, la revocación implicaba una nueva convocatoria, ahora mismo. Se prometió como mínimo una mayor claridad, pero se votará a ciegas.

La incertidumbre habitual de los resultados electorales se complica con la ocultación deliberada que los partidos han llevado a cabo de los inevitables pactos que afrontan. No han sacrificado la opacidad que confirió la atmósfera malsana de la legislatura no nata, en cuanto que no contó con un Gobierno al que controlar. Al contrario, partidos cada vez más desquiciados ocultan sus cartas o frivolizan con unas terceras elecciones. El debate de candidatos barceloneses celebrado el pasado martes en TV3 reunió a políticos tan cualificados como Arrimadas, Rufián o Cayetana Álvarez de Toledo, para materializar un ensañamiento verbal guerracivilista. No han asesinado la transición, se han limitado a olvidarla.

Una vez llevado a cabo el duro ejercicio de tomarlos en serio, se observa que todos los candidatos han estado más pendientes de la destrucción personal de sus rivales que de seducir a su clientela. Abandonados por sus partidos, los ciudadanos deberán decidir en orfandad si confían más en la abstención que en el sufragio. Se puede animar o inducir al voto, cuesta más justificar ese viaje al colegio. El drama no reside en que se celebren dos convocatorias en medio año, sino en el oscurantismo permanente de los participantes. Quienes están un poco hartos de escuchar el tópico de las cuatro elecciones amontonadas desde 2015, deben refrescar al Lenin de "a veces no ocurre nada durante décadas, y a veces las décadas transcurren en semanas".

Negar las revoluciones no impide su estricto cumplimiento. España no ha celebrado cuatro elecciones en otros tantos años, sino que las emociones antes repartidas en dos décadas se concentran ahora en un lustro. No se han comprimido los comicios, se ha acelerado el tiempo, y este fenómeno al borde de la explosión cumple con los principios revolucionarios. Sin embargo, ningún indicio presagia el derribo del muro de Berlín meticulosamente levantado por Pedro Sánchez y Pablo Iglesias para evitar la mínima ósmosis entre ambos, por encima de la convivencia civilizada que exhiben sus formaciones respectivas.

Si los líderes de PSOE y Podemos se han mostrado incapaces de entenderse antes de que comenzara la contienda, no tiene mérito presagiar otro periodo postelectoral entre saguntino y numantino. Al margen de los caminos que desarrollen con posterioridad para facilitar el mutuo aislamiento, Sánchez dispone de dos procedimientos para evitar de nuevo que Iglesias alcance la vicepresidencia del Gobierno. El primero consiste en ganar las elecciones de forma aplastante. El segundo, pero igualmente eficaz, consiste en perder las elecciones de forma aplastante.

El estupor ante el candidato que renuncia al tesoro de la presidencia del Gobierno camufla la insignificancia de las fuerzas de derecha, al menos cuando se las contempla desde una perspectiva individualizada. Si la frialdad en el análisis fuera una opción, ninguno de los partidos en esa orilla ha desarrollado una campaña ganadora. Se aterroriza a la audiencia con el advenimiento de medio centenar de diputados de Vox, inferiores en número a la mitad de la peor marca asignada a Sánchez. La gran remontada del PP, propiciada por la renuncia del PSOE, deja a Casado a más de veinte diputados de los socialistas. Este triste marcador le obligaría a volver a dimitir, si hubiera cumplido con el mínimo protocolo exigible a quien obtiene sus 66 diputados vigentes. Y para qué hablar de Ciudadanos.

Por tanto, el miedo escénico le nace a la izquierda de sus propias entrañas. Ha interiorizado la condición de usurpadora que siempre le atribuye la derecha, en la feliz interpretación del Gabriel Jackson recién fallecido con un siglo a cuestas. El poder no solo es conservador, también se presupone que ha de reposar en dicha ideología. Fundido por los temores que esta semana le han llevado incluso a despojarse del trato excelente que brindaba a los periodistas, Sánchez descubrirá un día que disponía de una libertad de maniobra mayor de lo que imaginaba. Para entonces ya se habrá enterrado en el olvido una campaña desapacible pero coqueta, donde los seis candidatos mayoritarios hubieran fruncido el entrecejo si alguien los llamaran feos. El máximo desafío a la norma de este tropel ha consistido en la barba que adorna a tres de ellos, en contra del manual del buen asesor de imagen. En fin, será un Congreso sin corbata.