Luis es padre de una niña de 12 años y un niño de 6. Poco antes de la cena, los niños suelen ver un rato de televisión, pero a la hora de apagarla siempre hay conflictos. Un día, Luis, que no se encuentra con mucha paciencia, zanja la situación apagando bruscamente la televisión y gritando a sus hijos: “¡A vuestro cuarto! ¡Y no veréis la tele mañana! ¡Ya estoy harto de que este tema siempre sea un conflicto! ¡Es que sois imposibles, nunca estáis contentos y siempre protestando! Sois insaciables y no puede ser….”.

El desahogo a gritos del padre sigue, pero los niños hace tiempo que no escuchan. Unos días después, quién sabe si incluso al día siguiente, se vuelve a repetir la escena, pero Luis está cansado y con pocas ganas de pelea. Así que les deja hacer lo que quieren: “Vale, veréis un capítulo más, pero solo uno”. Lo que ocurre es que al final ven tres, en un largo tira y afloja con el padre, que cede y se desdice porque, repetimos, no quiere peleas.

La disciplina positiva como forma de educar a los hijos

Seguro que no pocas madres y padres hemos protagonizado en alguna ocasión ambas escenas y hemos transitado, por tanto, del autoritarismo a la permisividad. Si examinamos la situación y nuestro manejo de la misma cuidadosamente, es probable que sintamos que no hemos actuado correctamente. En realidad, podríamos llegar a confesarnos, nos hemos dejado llevar, hemos dejado encendido el ‘piloto automático’ y no hemos reflexionado muy bien cómo gestionar este conflicto.

Con certeza, no queríamos decir a nuestros hijos que estamos hartos de ellos, no queríamos herir sus sentimientos, no queríamos lanzar una amenaza que luego no hemos cumplido, no queríamos transgredir nuestros propios límites. Quizá habríamos preferido fijar un límite claro, explicado y tal vez negociado con los niños, es posible que quisiéramos haber comunicado por qué hacíamos una excepción, a lo mejor querríamos haberles contado que no estábamos de humor y no teníamos paciencia…

En realidad, muchos padres no se encuentran cómodos en la permisividad absoluta, del mismo modo que no se sentirán a gusto con los gritos, las amenazas y la descalificación propia de un modelo autoritario. Pero es la respuesta que “les sale”.

Hay otras respuestas posibles, que exigen, en el fondo, mucha más reflexión y planificación que la reacción que solemos tener fruto del agotamiento, la falta de paciencia o la inercia. Estas respuestas se pueden englobar en lo que se llama disciplina positiva. En resumen, se trata de una apuesta para educar desde la firmeza, la coherencia, el respeto y la amabilidad. En la web de Disciplina Positiva España se indica que esta filosofía “ayuda a los adultos entender la conducta inadecuada de los niños, promueve actitudes positivas hacia ellos y les enseña a tener buena conducta, responsabilidad y destrezas interpersonales. ¡Participar activamente en la búsqueda de soluciones es un viaje hacia el respeto mutuo y la colaboración!”.

Los puntos clave de la disciplina positiva, según la citada web, son respetar la dignidad del niño y el padre, trazar metas a largo alcance, centrarse en soluciones en lugar de castigos, escuchar al niño para saber qué quiere o necesita e invitar a la cooperación y a la búsqueda de soluciones. María Jesús Álava, psicóloga y autora de El no ayuda a crecer, también apunta hacia la necesidad de combinar el respeto, la firmeza y el cariño cuando enumera las pautas que considera necesarias para los padres: “Coherencia (los niños necesitan creerse lo que oyen), paciencia, capacidad de observación y de escucha (si sabemos observar y escuchar sabremos cómo actuar en cada momento), autocontrol y flexibilidad (para saber lo que es importante y lo que es negociable)”.

 Disciplina positiva: firmeza con cariño

Entre otra mucha bibliografía sobre el tema, hay dos libros que son superventas a nivel mundial que tratan de transmitir herramientas y estrategias para incorporar la disciplina positiva a la educación de los hijos. Son los archiconocidos Cómo hablar para que tus hijos escuchen y cómo escuchar para que tus hijos hablen, de Adele Faber y Elaine Maszlish, y Disciplina positiva, de la A a la Z, de Jane Nielsen, Lynn Lott y Stephen Glenn.

En ellos, se enseñan herramientas para escuchar de forma activa y respetuosa, aprender a expresar sentimientos (y aceptarlos), sancionar comportamientos sin herir ni sermonear, fomentar la conexión y la cooperación entre padres e hijos, ayudar a forjar una buena autoestima, hablar menos y actuar más, ser consecuentes y hacer seguimiento de las decisiones tomadas… Los autores de estos superventas organizan talleres y escuelas para padres y madres de los que extraen muchos ejemplos y casos que estudian en sus libros y reconocen que esta forma de educar, entre la amabilidad y la firmeza, no suele surgir de forma espontánea y ha de aprenderse.

La ONG Save the Children también pone al servicio de los padres, en su web Quiero que te quiero, “materiales, reflexiones y vivencias sobre parentalidad positiva, educación sin violencia y buen trato”. Por citar más ejemplos, recientemente nació el desafío del rinoceronte naranja, una web creada por una madre estadounidense que se planteó el reto de permanecer un año sin gritar a sus hijos.

Uno de los pilares de la disciplina positiva, tal como lo ve María Jesús Álava, es “minimizar el castigo”. De hecho, una de las charlas a las que se pudo asistir en el encuentro Gestionando hijos, de la mano de Maite Vallet, lleva por título precisamente “No a los castigos, sí a las consecuencias”. La idea es que el castigo, normalmente impuesto en medio del enfado, genera solo rabia y resentimiento y no motiva al cambio. Por el contrario, es necesario, para educar, enseñar que las acciones de los hijos tienen consecuencias que deben conocer y asumir.

Por ejemplo, en el caso expuesto al inicio del artículo, Luis podría haber prevenido a sus hijos, tras haber llegado a un acuerdo con ellos: “Solo veremos un capítulo (como hemos quedado), y si, cuando toca apagar la televisión protestáis, la apagaré sin más y pensaremos juntos cómo solucionar este tipo de conflictos”. En cuanto acabara el capítulo, Luis se limitaría a apagar la televisión como habría anunciado. Si sus hijos comenzaran a protestar, mostraría comprensión, pero al mismo tiempo firmeza (“Ya sé que os encanta ver la televisión y siempre queréis más y entiendo que estéis enfadados, pero ya hemos dicho que sería solo un capítulo. Cuando estéis preparados, me gustaría oír vuestras ideas para solucionar los conflictos que solemos tener en relación con este tema”).

Aunque formas de educar hay muchas, no es exagerado decir que con frecuencia los padres y las madres nos vemos teniendo reacciones que no queríamos tener por dejarnos llevar por la inercia o los patrones aprendidos que no nos gustan. Digamos que, frente a otros campos de nuestra vida como el trabajo o la salud, no estamos teniendo una visión estratégica, no tenemos claros los objetivos y, si nos paramos a pensar en ellos, puede que descubramos que con nuestro quehacer diario no los estamos tratando de alcanzar.

Puede incluso que sintamos la necesidad de cambiar nuestra forma de relacionarnos con nuestros hijos, de comunicarnos con ellos o de poner normas que no se respetan. En ese caso, quizá necesitemos concedernos un tiempo tranquilo y un espacio para la reflexión y debate sobre cómo educar a nuestros hijos.