Dígame sin hacer trampas el nombre de un solo rival derrotado por Casper Ruud (espero haber escrito su nombre correctamente, no tengo tiempo para perdedores) en el camino a la falsa final de Roland Garros. De acuerdo, si no recuerda a ninguno puede seguir leyendo.

El inesperado finalista necesitó cuatro sets de media para desembarazarse de una galería de ilustres desconocidos. Por tanto, la hipotética final de Roland Garros ofrecía un cartel de octavos, todavía menos emoción y la culpa no es de un Rafael Nadal que hubiera aplastado sin contemplaciones a un enemigo mejor armado.

En una final tan desenfocada, el perdedor de antemano debería disfrutar de la oportunidad de no disputar el partido. Así se evitaría la vergüenza de encadenar los cinco primeros juegos sin ganar un solo servicio. El alumno respondón de la Academia de Nadal, que incluso cuenta con un exótico entrenador mallorquín para que todo quede en casa, efectuó un conato de rebelión en el segundo set. El escandinavo colocó el tres a uno a su favor en lo que parecía una ruptura pactada. La respuesta fue un juego en blanco del otro mallorquín, y un cinco a cero hasta liquidar la manga. La aniquilación se redondeó con los seis juegos íntegros del tercer set. Once a cero antes de que se detuviera piadosamente la carnicería. ¿Dónde estaba el partido?

Nadal podría haber saltado al campo con los ojos vendados, y Casper no hubiera notado la diferencia. El tráfico continuo de espectadores en las gradas demuestra que el abismo entre ambos jugadores no era soportable ni pagando. El noruego podría haber jugado sobre esquíes, tenis nórdico para animar el espectáculo.

Queda claro que la Academia de Nadal no divulga todos los secretos del campeón, y reserva los golpes maestros para su propietario. A cambio, se debe agradecer al mejor jugador del mundo que mantuviera la concentración indispensable para un indigno simulacro de final de Grand Slam. Solo se despistó en el servicio del primer set en que sacó ocho veces con diez errores.

A Nadal ni siquiera le desequilibra que le impongan en el palco al rey equivocado. Con ganas hubiera sustituido a Felipe VI por el Juan Carlos I que presidió su boda. Para el catorce veces campeón de Roland Garros, la diferencia entre el padre y el hijo es la misma que se reflejó sobre la tierra batida, y de nuevo a favor del más veterano.

Felipe VI consigue mayores éxitos en París que en Madrid. Cada semana vuela a la capital francesa para coronar un gran triunfo madridista. La decimocuarta Champions de Nadal lo iguala a su club favorito, la única meta a su altura consiste en presidir algún día el Real Madrid.

Con una pizca de perspectiva, el desenlace del torneo era previsible para cualquier aficionado al tenis con la probable excepción de los devotos de Carlos Alcaraz, a quienes cabe desearles algo más de pericia en otros deportes. Nombrar a Nadal en el mismo párrafo que el sucesor que le han inventado es tan aventurado como juntarlo con Casper Ruud, aunque esta equiparación sea inevitable por la torpeza del cuadro de Roland Garros.

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Excusando la broma de la final, Nadal sigue siendo el dueño de París en el siglo XXI. El único recurso para enfrentarse al mallorquín consiste en adelantarse a su juego, lo cual exige violar la velocidad insuperable de la luz. Por tanto, es un buen momento para adelantar que el favorito de París 2023 se llama Rafael Nadal, dado que el anuncio de su continuidad es más importante que el partido disputado con anterioridad.

El campeón obligatorio de París nunca debió desviar la atención de su juego hacia su pie maltrecho. Si se apartan las consideraciones fisiológicas que no deberían tener hueco en el deporte de élite, se advertiría que Nadal está jugando el mejor tenis de su vida, con una diferencia creciente respecto de rivales cada vez más enclenques. El español no es una víctima, aunque, los héroes contemporáneos se empeñan en usurpar el título sufriente.