Pau Gasol lidera la primera generación de españoles (ninguna veleidad independentista en su biografía) que supieron calzarse los zancos de los 2,15 metros de estatura como si midieran igual que un Messi. El abanderado en Londres’12 era más alto que el estandarte que enarbolaba. No tropezaba ni tenía las espaldas sobrecargadas, podría bailar claqué. Solo era un freak en su excelencia descomunal.

Ahora que se va en lo más alto, Gasol no es mi ídolo, pero merece el trato divino o incluso el fanatismo porque ha sabido desempeñarse sin despeñarse. Imaginar en los ochenta de Magic Johnson, cuando nació Gasol, que un español obtendría dos anillos de la NBA con los mismos Lakers hubiera provocado carcajadas. Aunque el milagro se oficiara a la sombra musculada de Kobe Bryant.

Espero que nadie compare el palmarés de Gasol con los campeones de deportes que se practican sentados. El pívot no solo aplicó al baloncesto la lógica elemental del camino más corto. Le sobró tiempo para crear a un hermano gemelo, también con su anillo correspondiente.

En la selección seré más selectivo. Durante la última década, los trofeos del equipo entero dependían de un jugador infravalorado, Sergi Llull. En cuanto a la herencia, Ibaka o los Hernangómez también pasean los dos metros como 1,80, pero esta habituación a la estatura estratosférica cursa con dosis más leves de liderazgo. O tal vez necesitan un Kobe.