Rusia ha sido muchas cosas pero, sobre todo, ha sido ella misma. Ni disfraces, ni máscaras estúpidas que maquillen una realidad distinta. Rusia es así: inconsciente, distante y bizarra. El resto son cuentos de Instagram. El primer día un coche chocó contra otro delante del Airbnb en el que me hospedé todo este mes. Tras casi mes y medio, allí sigue. A los cuatro días descubrí que Moscú amanece a las dos y media de la mañana y que hay gente que utiliza el caballo como medio de transporte por el centro. Tras una semana en el país, me di cuenta de que pocos hablan inglés pero que todos utilizan el Google Translator para poder acercarse a los extranjeros. A las dos semanas conocí a Ksenia, una chica que, sin pedir nada a cambio, me enseñó el Moscú más alejado del Mundial, pero el que más me gustó. En mi tercera semana ya me puse la camiseta de Rusia para apoyarles en su partido contra Croacia (perdonadme, Jerkan, Stanic o Bilic). Y en la cuarta semana me di cuenta de que es muy difícil superar una cita tan bien organizada a todos los niveles.

Vi a gente con pistolas, a niños jugar a la guerra, comprobé cómo algún taxista echaba tragos de vodka en semáforos y me percaté de que, tras estos eventos futbolísticos, apartarme de la tele convencional y tirar hacia mi canal de YouTube ha sido todo un acierto. Me reí con Marruecos, sufrí con Colombia, lloré con Argentina y despedí a los brasileños. Hablé de Asturias con unos emigrantes belgas que eran nietos de una familia de Luarca, me olvidé de los problemas de Madrid con un balón y, ahora mismo, mientras escribo estas líneas, estoy sentado en un avión de vuelta a Madrid y esperando un próximo viaje a Moscú que, espero, no tarde en llegar más de dos meses.

Y es que Rusia, en mes y medio, no te enseña ni la mitad de todas las cosas buenas que tiene por descubrir.