En el Mundial 82, primero que organizábamos los españoles, todos los tiros nos salieron por la culata. Es decir, todo lo que podía salir mal salió mal o regular. Se ensanchó la participación hasta las veinticuatro selecciones -ocho más que en la anterior cita de Argentina- y hubo que multiplicar las sedes de la disputa, los viajes y los días de competición. Y en esto, nada que reprochar, que aquí cuando el personal se arremanga lo hace a conciencia y con mucho lustre. Como Dios manda. Que la cosa no comenzaba con buenos augurios se dejó ver ya en los preámbulos del acontecimiento.

Raimundo Saporta, el cerebro de todo el despliegue, quiso montar un operativo novedoso y a la vez retro, pero se le atascaron los bombos de la Lotería Nacional, que eran más infalibles que el Espíritu Santo. Se eligió como mascota al híbrido Naranjito, que resultó limón y gafe, y eso sí, se dio de lleno en materia de seguridad y adecuación de los estadios en una operación de alto coste, que la Liga y la Federación supieron sacar a los socialistas del fondo de las quinielas. El PSOE tenía ya en sus manos la brújula de la Transición. ¡Ah! y se intentó contentar a los abuelos del proces con moneda salomónica: el Camp Nou vivió la inauguración y el Bernabéu el partido final y la clausura.

La Real Sociedad, que había ganado la competición de Liga, sirvió de base a nuestro seleccionador Pepe Santamaría para armar el equipo nacional, mas aquel cañamazo no dio para el bordado de la pieza. Los estilos, la mezcla de jugadores, tal vez la preparación física o el sistema táctico? no se puede saber pero el resultado final fue un fracaso. Empate ramplón frente a Honduras, que tenía a un par de internacionales en la guerrilla, triunfo de penalti a la entonces Yugoslavia de Tito y ridículo ante los pintorescos irlandeses del norte que se habían tomado la cita en plan turismo: sol, piscina y mucha cerveza en el mismo hotel de El Saler que ocupaba la prensa española. En la segunda fase, a la que pasamos con apuros, empatamos con Inglaterra, y Alemania Occidental nos apartó definitivamente del camino de las semifinales y de la hipotética gloria. Nunca hasta entonces el equipo del país organizador había obtenido un peor resultado, decimosegundo.

¿Cómo se explica aquel desastre y aquella gran decepción? Pues tiene algunas claves, que desde la barrera de las concentraciones y las sedes vivimos en primera persona y trato de resumir. No lo explican todo pero algo apuntan de lo que pasó. Lo primero, Porta no dio con el entrenador adecuado. José Emilio Santamaría era un tipo culturalmente bien pertrechado, de buenos modales, que había dejado huella en los despachos de la Federación, además de un extraordinario jugador que lucía como un guardia de corps en días de pascua militar en aquel histórico Real Madrid de las cinco copas. Pero le desbordó la presión o le faltó liderazgo, capacidad para formar equipo y quizá algo de autoridad para controlar el ambiente.

El de pronto suspicaz Santamaría se enfrentó con la prensa, los jugadores sufrieron exantemas solares en la estación de la Molina, los calores apretaron luego en El Saler y a la sierra de Madrid, donde se recluyó el equipo para huir de los 35 grados de la capital, llegó aquel infundio o rumor que publicó como tal el diario "As". El de que Luis Arconada había recibido un recado de ETA para que no pusiera mucho empeño en atajar los balones que pasaban por su jurisdicción. Nunca dudamos del donostiarra. Tampoco en la Eurocopa de Francia, donde salvo aquel error en la final, realizó un campeonato impecable, hasta el punto de detener tres penalties en la semifinal contra Dinamarca.

El hecho es que el equipo contaba con buenos futbolistas, pero lejos de formar un bloque. Faltaba sintonía, no casaban los estilos y su representación quedó deslucida y con unos resultados poco presentables. Juanito y López Ufarte hablaban idiomas distintos, Satrústegui no encontraba nada que rematar por el área, en el centro del campo el sobre esfuerzo de Zamora y Joaquín resultaba baldío y, ciertamente, en los dos primeros partidos Arconada no anduvo fino. A José Emilio Santamaría le entró luego la depresión postparto infeliz y estuvo ocho años sin abrir la boca, odiando a la prensa y sintiéndose el enemigo número uno de toda la hinchada. Y cuando se decidió a hablar lo hizo en plan Jeremías: "Me basta con llevar la cabeza alta. Decidí no leer los periódicos ni escuchar la radio. Lo que podía decir no interesaba. Los aficionados querían sangre y yo no se la di".

En el verano de la España del 82 lució la Argentina de Maradona sólo arrollada por la terrible violencia de los azzurri: un tal Gentile debió cambiar de apellido y terminar en el calabozo. Recordando aquellas imágenes hay que convenir en que hemos avanzado mucho en los arbitrajes y en limpiar el fútbol de aquella brusquedad y dureza. La tarjeta roja solo se mostraba en caso de asesinato. Gustó mucho la Francia de Platini, cuarta; una Polonia rocosa se hizo con la tercera plaza y el título y los honores fueron para Italia, que a medida que avanzaba el campeonato atemperó sus maneras destempladas y venció holgadamente en la final a los indesmayables alemanes de siempre. En el campo la figura fue Paolo Rossi, un jugador de no muy larga trayectoria, que estuvo sembrado en todo el campeonato y que acertó siempre con las dianas. Y en la tribuna armó el taco el presidente Sandro Pertini, tifoso máximo, saltándose a la torera el protocolo y divirtiendo mucho a la parroquia universal con la celebración de los goles.

Luego, el augusto Pertini metió a la tropa en su avión presidencial y se echó unas manitas de cartas durante el viaje con los capitanes y el entrenador Enzo Bearzot, mientras Roma se aprestaba a recibir con el despliegue de siempre a las legiones y a sus generales.