En los descansos de los partidos del Unión Club Ceares, equipo asturiano de Tercera División, en el campo de La Cruz, los niños saltan al terreno juego y pelotean con las ganas y la pasión que todos los niños del mundo suelen poner en las cosas que les importan. Si usted es aficionado al fútbol, seguro que se ha quedado mirando muchas veces a un grupo de niños que juegan al fútbol en un parque o en la cancha del cole y se ha hecho preguntas acerca de las diferencias entre un partidillo entre niños que termina con el timbre que señala la vuelta al cole y una final de la Liga de Campeones entre el Real Madrid y el equipo que toque. Un partido con niños es tan hipnótico como el espectáculo que ofrece un buen fuego en la chimenea en una fría tarde de invierno o como ver a un tipo en la teletienda explicando las virtudes de un chisme que hace no sé qué con los tomates y las cebollas. Los niños que juegan al fútbol en los descansos de La Cruz y los que viven el fútbol en los recreos del cole se convertirán, más pronto que tarde, en disciplinados futbolistas que cumplirán las órdenes del míster y en disciplinados futboleros que irán al estadio a ver ganar a su equipo. Disciplina. Victoria. Ser un futbolista desbordante como Deulofeu es una mierda. Hay que sacrificarse por el equipo y olvidarse del regate considerado como una de las bellas artes futbolísticas. Ser finalista de la Liga de Campeones es una mierda. Hay que ser campeones y olvidarse de la derrota romántica como una de las bellas artes del balompié.

Que sí. Que hay que reconocer que el fútbol es algo más (e incluso muchísimo más) que ese apasionante correcalles, ese caótico tumulto, esa desgarrada lucha por cada balón, ese imparable ímpetu en busca de la pelota sin más objetivo que la pelota en sí misma que describe un partido entre niños. Por muy hipnótico que sea, pocos pagaríamos una entrada para ver jugar a unos niños en La Cruz o en el patio de un cole. Pero puede que haya llegado el momento de parar un poco los pies a los que confunden juventud y frescura futbolística con inmadurez e incapacidad para domesticar un partido. Un niño, dice el filósofo francés jean-François Lyotard, está privado de habla, es incapaz de mantenerse erguido, vacila sobre los objetos de su interés, es inepto para el cálculo de beneficios, insensible a la razón común y, sin embargo, es la más plena representación de la humanidad porque su desamparo anuncia todo lo que ese niño puede llegar a ser. Un futbolista-niño, o un Deulofeu o un Asensio antes de que terminen atornillados al sistema, está privado de habla ante un Messi o un Ronaldo, es incapaz de mantenerse erguido cuando el balón está lejos, vacila sobre lo que le interesa en cada momento del partido, es inepto para el cálculo de beneficios que llevan a la victoria, insensible a la razón común que dicta lo que se debe hacer en cada momento y, sin embargo, en su desamparo es la más plena, y quizás tierna, representación de lo que puede llegar a ser como futbolista. Lyotard lamenta que todos los esfuerzos de la sociedad estén destinados a dirigir el proceso de maduración de los niños en sentido contrario a las cualidades humanas de la infancia. Puede que también tengamos que lamentar que todos los esfuerzos del fútbol estén destinados a dirigir el proceso de maduración de los jóvenes futbolistas en sentido contrario a los partidos que juegan los niños en el patio del cole.

¿No le gustaría haber visto jugar a Deulofeu o Asensio en el patio del cole? Claro que siempre hay excepciones. Messi, Lionel Messi, jugaba exactamente igual en el cole que en el Camp Nou. ¿Y quién no habría pagado una entrada para ver jugar a un niño llamado Lionel, muy bajito y de pocas palabras, en el barrio Grandoli de Rosario?