La crisis del Barcelona es más institucional que deportiva pese a los resultados. Pep Guardiola, en momentos de gloria, dijo aquello de que "en el Barça hay que hacer feliz a Messi". Josep María Bartomeu, presidente no elegido por los socios, tenía tres paraguas: Zubizarreta, Luis Enrique y sobre todo, Messi. Al primero lo ha defenestrado y el segundo está emplazado. Le queda Messi contra el que pocos osarían objeciones y, sin embargo, en el entorno barcelonista se considera que condiciona en exceso al club. Jugársela con este es correr peligro de intemperie. Y ello a pesar de sus premios internacionales y los goles que ha regalado a la clientela. Y la sombra de Joan Laporta es alargada.

Zubizarreta, director deportivo, sabía que su puesto estaba en el aire. Aunque acertó al contratar a Bravo y Ter Stegen para suplir a Víctor Valdés, los fichajes del defensa Douglas y el central Vermaelen habían socavado su prestigio. En los clubes, tradicionalmente, antes de que llegara la dimisión del presidente este destituía al entrenador. Le pasó por ejemplo a Narcís de Carreras, albacea testamentario de Francesc Cambó, que prescindió de Salvador Artigas, el último aviador de la República, y luego tuvo que dimitir.

A Bartomeu le quedaban dos víctimas intermedias y la primera ya ha sido decapitada. Bartomeu no ha resistido el embate de Zubizarreta quien le ha responsabilizado, en parte, de la sentencia de la FIFA sobre los fichajes de jugadores menores de dieciocho años. No ha querido ser el único culpable y ha puesto pies en pared avisado de que podía caer. Se limitó a decir, aunque por televisión, y de ello se enteró media España y el Ampurdá, que la condena viene del tiempo en que Bartomeu era vicepresidente deportivo, de quien dependía orgánicamente.

Bartomeu está acosado por los intereses de la oposición que no acaba de dar la cara. Laporta se limitó a decir, cuando ganó el pleito al club de la responsabilidad civil del déficit, que pensaría en la posibilidad de acudir a las elecciones del próximo año. Bartomeu formó parte del equipo de Rosell y Laporta rumia la venganza. Su paso por la política, pese a que obtuvo muchos votos, no ha sido lo brillante que esperaba. Su candidatura azulgrana sería ahora mucho más catalanista y el ambiente podría ser más favorable que en los anteriores comicios.

Al actual presidente le persiguen los pleitos del fichaje de Neymar y los problemas de Messi con Hacienda. El primero, sobre todo, porque fue partícipe del complejo contrato que obligó a dimitir a Rosell y cuyo final aún no ha sido sustanciado judicialmente.

Messi lleva tiempo a disgusto. A pesar de que el club le ha renovado el contrato constantemente, con lo que ha mejorado sustancialmente sus emolumentos, se las tuvo tiesas con Javier Faus quien se atrevió a decir que no había que renovarle el contrato constantemente.

Messi, por si le faltaba algo, se ha topado con Luis Enrique, entrenador inesperado. El asturiano se la ha jugado al colocarle en el banquillo de los suplentes lo que en ningún momento podía imaginar. El vestuario depende de los humores del argentino. Convencidos los compañeros de que dependen en gran manera de sus iluminaciones prefieren mantenerse en la penumbra cuando se plantean retos de dentro afuera. El último mensaje dice que Messi, ahora, no es feliz. La víspera de Reyes no acudió al entrenamiento dedicado a los niños. Arguyó gastroenteritis. Empieza a ser demasiado recurrente el argumento de sus vomiteras. Crece cada día el número de socios que consideran error no traspasarle antes del Mundial.

Luis Enrique, henchido de prepotencia y soberbia, apostó en Anoeta por prescindir de las estrellas en el intento de demostrar que sin ellas también se puede ganar. Y marró. Su actuación al frente de la plantilla ha sido auténticamente errática. Ni se ha ajustado a las condiciones futbolísticas de la plantilla, primera decisión a la que tiene que someterse un entrenador, ni ha sido capaz de ordenar un tipo de juego. Y peor aún, no ha encontrado la alineación más o menos ideal. En cada encuentro ha modificado conjunto y sistema, aunque se sospecha que respeto a esto último está en las antípodas de lo que puede ser el Barça.

Bartomeu ha destituido a Zubizarreta quien ha encontrado la solidaridad de Puyol, figura emblemática, que con su decisión de dimitir no ha favorecido la imagen del presidente. Al dirigente barcelonista le queda el paraguas de Luis Enrique que tiene varias varillas rotas y es difícil de restaurar. Mantener a este sería llevar al club, y sobre todo al equipo, a la confusión total. No habría otra salida que destituirle y tras esta decisión estaría él a los pies de los caballos y con solo dos salidas: dimitir o anunciar el adelanto de las elecciones.

Messi no es un paraguas. Messi lo dejará a la intemperie.