Reikiavik (Islandia).- El estadounidense Bobby Fischer, uno de los más grandes mitos de la historia del ajedrez, murió ayer en el mismo escenario en donde había logrado el triunfo más grande de su carrera: en Reikiavik (Islandia), donde en 1972 conquistó el título mundial al derrotar al ruso Boris Spasky .

A los 64 años, exactamente el número de casillas del tablero, Bobby Fischer fallecía casi en el olvido después de haberlo sido todo en el ajedrez; el genio que lo universalizó. El duelo contra Spasky, a 24 partidas, fue un enfrentamiento dramático cuyo desarrollo mostró todos los rasgos fundamentales que caracterizaban la personalidad genial y compleja de Fischer.

Sus manías dieron tanto que hablar como el desarrollo de cada partida en aquel duelo inolvidable e irrepetible. Sus enemigos llegaron a asegurar que debajo de la silla giratoria que utilizaba había un ordenador que le ayudaba a tomar sus decisiones. Una tesis que cobró especial fuerza cuando en un momento dado Fischer exigió, y consiguió, que desaparecieran las cámaras de televisión de la sala en la que se llevaba a cabo el duelo porque, afirmaba, le impedían concentrarse.

Caracterizado por un juego agresivo e innovador, Fischer llegó a la final del Mundial contra Spassky con 29 años tras haber derrotado al ex campeón Tigran Petrosian. Spassky, que defendía título, partía como favorito y ganó las dos primeras partidas, pero Fischer -que impuso que no hubiera partidas los sábados por respeto a su fe judía- se llevó la tercera y a partir de ese momento dominó el duelo casi a su antojo.

En el camino hacia el triunfo final, ya con ventaja clara, Fischer tuvo un revés parcial curioso: Spassky logró tomarle la dama en un encuentro, con lo que la partida estaba ya decidida. Pero Fischer no abandonó sino que siguió jugando, lo que fue interpretado por muchos como una muestra de desprecio hacia el juego de Spassky.

Tras coronarse campeón, Fischer prácticamente desapareció de la vida pública durante un largo periodo. Llegó a decirse que se había refugiado en un monasterio budista y que se había dedicado a la meditación.

Se negó a defender el título, que terminó siendo declarado vacante y conquistado por el ruso Anatoly Karpov. Todo ello contribuyó a la leyenda y en la vida de Fischer es difícil distinguir lo que pertenece a la biografía y lo que forma parte de un mito que se ha ido tejiendo en torno suyo. Hubo quien quiso convertirlo en un héroe anticomunista y en un modelo de patriota estadounidense que, como tal, se había trazado como meta vital arrancar el título mundial de ajedrez de manos de los soviéticos.

Esa imagen, sin embargo, quedó destruida cuando, en 1992, Fischer reapareció públicamente y, quebrando el boicot internacional a la antigua Yugoslavia, reeditó su duelo contra Spassky, a quien derrotó en Belgrado en medio de una aguda crisis en el país.

Fischer pensó vivir en la Yugoslavia de entonces, convertida en la enemiga emblemática de Europa Occidental y de Estados Unidos, y más tarde, contraviniendo las leyes estadounidenses, estuvo en Cuba. Todo ello lo lleva incluso a ser perseguido por el FBI. El héroe estadounidense se había convertido en villano.

Como ajedrecista, en cambio, sigue siendo un héroe. Ningún duelo posterior a su enfrentamiento con Spassky ha tenido la difusión y ha suscitado tantas pasiones en el mundo ni ha contribuido tanto a la popularización del deporte-ciencia.

Fischer, genio para muchos, excéntrico para todos, loco para algunos, había nacido en Chicago, en 1943. Pero la ciudad con la que se le identificará siempre será Reikiavik, la capital de Islandia, donde ganó el más grande enfrentamiento de la historia en un tablero y donde ayer perdía su última partida.