El 150 aniversario de la muerte de Charles Dickens que se cumple este lunes no ha tenido en Gran Bretaña y en el mundo la repercusión de los 200 años de su nacimiento en el 2012. El coronavirus ha puesto en sordina la celebración apenas jaleada por una pequeña exposición de fotografías del autor, coloreadas para esta ocasión, en su modesta casa Museo en la calle Doughty, el único edificio londinense de los que vivió el escritor que todavía se conserva en pie. También se ha publicado una malintencionada biografía, 'The mistery of Charles Dickens', de A. N. Wilson, donde se le retrata como un obsesivo maltratador psicológico. Bien, convengamos que no fue un perfecto marido.

En plena crisis pandémica amenazando abrir aún más la brecha entre ricos y pobres, estos son tiempos dickensianos. El autor muestra una excelente salud en las librerías donde cuidadas reediciones de Alba, Penguin, Navona y Alianza le recuperan con honores. Su vigencia es evidente en buena parte de la actual narrativa norteamericana, desde John Irving a Jonathan Franzen. Pero hay más. Estas son algunas de las caras para reconocerle como nuestro igual en el siglo XXI.

El indignado

Es fácil establecer un espejo entre el mundo de Dickens y el de los afectados por la hipoteca, o aquellos que han perdido su empleo, el cada vez más difícil ascensor social, o las víctimas no tanto de la covid como del difícil acceso a una sanidad eficaz (algo que en Estados Unidos y en Gran Bretaña tiene un inequívoco sesgo de clase).

Así, en términos de responsabilidad civil no parece haber tanta diferencia entre la muerte por tuberculosis de la pequeña Nell, la protagonista de 'La tienda de antigüedades', y la de cualquiera de las muertes solitarias en nuestras residencias de ancianos. Ambos tienen el mismo sello de patética injusticia social. Y ahí está el mismísimo Marx, uno de sus más fervientes lectores, para ratificarlo: "Dickens ha proclamado más verdades de calado social y político que todos los discursos de profesionales de la política, agitadores y moralistas juntos".

El publicista

Dickens fue la primera superstar, en términos de popularidad, de las letras británicas. Un trabajo que realizó tan concienzudamente como sus 14 novelas. No solo sus historias eran admiradas, por lectores de todo tipo y condición, también, su imagen cuidosamente construida de buen ciudadano, hombre de orden y excelente padre de familia. Esa imagen saltó en pedazos cuando repudió públicamente en el 'Times' a su esposa, Catherine Hogarth. ¿La causa? El desamor, por supuesto, pero también la relación del escritor de 45 años con Ellen Ternan, actriz de 18, a quien instaló en un piso junto a la familia de esta. Así que el interés mediático por la vida sentimental de un, por ejemplo, Mario Vargas Llosa, no es algo que haya nacido con la prensa del corazón.

El adalid del 'copyright'

Gestor infatigable de sus derechos de autor, se ganó una inmerecida fama de avaro Scrooge -¿quién no cuenta el dinero si tiene 10 hijos?-. En sus conferencias por Estados Unidos, en las que congregó multitudes que hoy casi llenarían el Estadi Olìmpic de Barcelona con un aforo de 60.000 personas, hablaba más de los royalties perdidos por las ediciones piratas que de su literatura. Con mucho carisma personal, Dickens era también un excelente comunicador que empleó sus últimos años en encarnar a sus personajes sobre el escenario en lecturas maratonianas que le agotaron y le jugaron alguna mala pasada, con desvanecimientos incluidos.

El guionista de series

Un escritor tan popular no puede ser bueno. A Dickens le han reprochado una y mil veces el buscar el favor del público y plegarse a ello: esas tramas que enganchan, su tendencia a la caricatura, los increíbles golpes de efecto, su mirada excesivamente sentimental y lacrimógena… Muchos tipos duros reconocieron haber llorado, a su pesar, a lágrima viva con alguna de sus páginas.

Aunque el malicioso Oscar Wilde, con una mirada más moderna, puntualizara: "Sí, son para llorar… pero de risa". Está claro que no es un gran estilista pero qué importa teniendo esa habilidad para la intriga, para insuflar vida a sus casi 2.000 personajes construidos apenas con cuatro trazos. Esa capacidad para la crónica vivaz que hace pasar el Londres del XIX ante nuestros ojos. Se ha repetido hasta la saciedad que de haber vivido ahora sería guionista de series televisivas -¿qué sería la BBC sin sus adaptaciones?-. Es posible. En todo caso, dominó a la perfección las claves del folletín por entregas con sus efectivos y efectistas 'cliffhangers' (algo así como dejar colgado al protagonista de un acantilado al final de un capítulo para salvarlo en el siguiente) y supo elevarlas a la categoría de arte. Sin discusión.

El montador de cine

Fue nada menos que Eisenstein el que le puso la medalla al autor inglés de teórico cinematográfico avant la lettre asegurando que buena parte de la tensión del cine norteamericano se inspira en las reglas no escritas del montaje narrativo que Dickens solía utilizar, saltando de un escenario a otro, para acelerar la acción y captar la atención del lector. Así que cada vez que veamos la trepidante escena de bautizo en 'El Padrino', con su agua bendita junto a las explosiones de sangre, tendremos que darle gracias a Dickens por haberla hecho posible.

El europeísta

Juguemos a imaginar qué hubiera votado Dickens en el referéndum del brexit. No lo sabremos nunca pero sí que era un ferviente europeísta. Embarcó a toda su familia a vivir durante un año en Boulogne, cerca de París. Procedente del por entonces sombrío Londres, quedó obnubilado por el esplendor de la Ciudad Luz. Llegó a hablar un francés aceptable y el amor a esa cultura -algo de lo que, como británico, apenas Julian Barnes puede tener a gala- le sirvió para recrear la sórdida atmósfera del París en pleno Terror revolucionario en una de sus novelas más atípica, 'Historia de dos ciudades'. Esa obra fue la más vendida del autor.

El creador de arquetipos

Una de las oenegés -bueno, por entonces no se llamaban así- creadas por el humanitario Dickens es la que todavía en el 2020 ofrece ayuda a los periodistas free lance o a los que se han quedado sin trabajo en estos tiempos de pandemia. La Journalists Charity ha lanzado estos días un concurso cuyo objetivo es el retrato periodístico de una figura política vinculándola a alguno de los carismáticos personajes de Dickens. El más repetido ha sido Ebenezer Scrooge. Y, claro, es fácil comparar a Donald Trump con el miserable avaro como hizo el economista Paul Krugman en el 'New York Times' cuando el presidente presentó un drástico recorte en las ayudas en alimentos para medio millón de desempleados justo unos días antes de la Navidad del 2019.

Krugman, que todavía desconocía el comportamiento del presidente en estos tiempos de covid, precisó: «para los standars de la era Trump, Scrooge era un buen tipo». Por cierto, también hay que agradecerle (o no) a Dickens que sea el inventor, no ya de la Navidad por supuesto, sino de las celebraciones en familia, de la ostentación gastronómica y la avalancha de regalos. Esa fue la imagen que cultivó en sus cuentos navideños y que los ingleses se aprestaron a copiar y exportar a toda Europa.

El periodista gonzo

Quizá el epígrafe sea un tanto exagerado, pero si aceptamos que el periodismo gonzo, la vertiente más gamberra del Nuevo Periodismo de los 60 y 70, es aquel en el que el reportero es la parte fundamental de la noticia, provocándola en muchos casos, Dickens fue un periodista gonzo. En mayor o menor, medida, el autor fue periodista a lo largo de toda su vida. Sus crónicas londinenses y neoyorquinas, también las impresiones de sus viajes a Italia, lo atestiguan. Y para aquellos que crean que un reportaje gonzo no es nada si el periodista no ha degustado una buena dosis de estupefacientes no hay que olvidar que en su novela inacabada, 'El misterio de Edwin Drood' Dickens describió con total precisión un fumadero de opio. ¿Llegó a probarlo alguna vez? Celoso de su aura de hombre intachable, no hay indicios de que lo hiciera.

El antirracista (o no)

Humanitario sí, pero lo cierto es que Dickens participaba de los prejuicios imperalistas y racistas de su época. No hay más que contemplar el retrato de Fagin, el malvado y retorcido líder de la banda de niños ladrones de 'Oliver Twist', a quien dos de cada tres veces se le nombra como 'el judío'. En las últimas versiones de la obra, eliminó 150 de esas referencias y creó en su última novela publicada, 'Nuestro común amigo', al señor Riah, un anciano judío que es tan, tan buena persona, que muchos lectores se aprestaron a dudar de su credibilidad. Y por último, una pregunta. ¿Qué hubiera pensado Dickens de que el protagonista del último producto cinematográfico dickensiano, la adaptación que Armando Iannucci ha hecho de 'David Copperfield', con el estreno congelado por la Covid, estuviera protagonizada por el angloindio Dev Patel?