Miguel Delibes era un periodista insobornable. Manuel Fraga tuvo tiempo de darse cuenta de ello cuando en la década de los sesenta intentó imponer por medio del silencio su proyecto liberalizador: una ley de prensa basada en la evolución del autoritarismo practicado desde el final de la guerra civil. La ley, promulgada en 1966 y supuestamente aperturista, nacía blindada frente a la opinión. No se podía opinar de ella y obligaba a los directores de los periódicos a asumir la censura que hasta ese momento había corrido de parte de la Administración pública.

En el Ministerio de Información y Turismo sabían, cómo recordó después César Alonso de los Ríos en «Delibes, periodismo y testimonio», que el entonces director de «El Norte de Castilla» «les estaba fastidiando el experimento», de manera que el periodista y escritor se convirtió en una de las víctimas de la limpieza llevada a cabo para allanar el camino del «aperturismo». El propio Delibes, optimista de voluntad aunque pesimista de inteligencia, era consciente de que él no podía convivir con aquello, por lo que tres años antes de la promulgación de la Ley Fraga decidió apartarse de la primera línea y seguir buscando un escape en la naturaleza que tanto amó.

La liberación literaria ya la había emprendido hacía tiempo con éxito siendo redactor del periódico castellano; de hecho el teletipo se encargó de informarle de la concesión del premio Nadal por «La sombra del ciprés es alargada» (1948). De aquella vieja concepción patrimonial de los periódicos bajo el franquismo trata su ensayo «La censura de prensa en los años 40» (Ámbito Ediciones, 1985). El sistema censor y represor, establecido con la Ley de 1938 lo definió como una «transformación taumatúrgica según la cual al periodista español se le ofrecía la magnánima alternativa de obedecer o ser sancionado».

Delibes se convirtió así en un testigo activo de las siempre difíciles relaciones entre la prensa y el poder, que en el franquismo se agudizaban, primero, por culpa del terrible aparato censor y, después, por el escaso aliento aperturista del Régimen. Cuando en 1966, después de apartarse voluntariamente de la dirección del periódico, le invitaron a volver en el marco de la Ley Fraga y firmando una cláusula de adhesión a los principios del Movimiento, el periodista dejó claro que no estaba dispuesto a tragar. «Antes de la Ley a los periodistas no nos dejaban preguntar; después de la ley, los periodistas podemos preguntar, es cierto, pero no se nos contesta. En ambos casos el diálogo se va a paseo. Hoy no puedes escribir lo que sientes, mientras en los años 40 estabas obligado a escribir lo que no sentías», aclaró dando muestras de su abierta discrepancia con el sistema y de su conocida tozudez ética.

La carrera periodística la empezó Delibes de «pintamonas», como él mismo solía decir, compaginando las caricaturas con su empleo recién obtenido en el Banco Castellano. En 1941, a los 21 años, ingresó en «El Norte de Castilla» de dibujante por veinte duros al mes, utilizando el seudónimo de Max. La M era por Miguel, la A por Ángeles, su novia, y la X por el incierto futuro que le brindaba la vida. Aquel era un tiempo, efectivamente, de incertidumbre dentro del oficio, sin ir más lejos a Francisco Cossío, la Delegación Nacional de Prensa lo había apartado de la dirección para sustituirlo por un sacerdote, Gerardo Herrero, que procedía de «Libertad», el órgano vallisoletano de Falange.

El caso es que de los monos y las caricaturas, Delibes pasó inmediatamente a redactor de segunda, después a redactor, más tarde a subdirector y, finalmente, a director, cargó que ocupó entre 1958 y 1963, la mayor parte del tiempo de forma interina, hasta que en 1961 pudo ser definitivamente confirmado en aquel diario de tradición liberal sometido a las presiones de la época. Al año siguiente de haber llegado al periódico agrarista de Valladolid publicó su primer artículo sobre la caza deportiva. Luego, se ocupó prácticamente de todo: lo mismo escribía reseñas cinematográficas y críticas de libros que crónicas de fútbol, información local, de la región o internacional.

Como director se preocupó más de convencer a sus colaboradores que de imponer la jerarquía del mando. Creó escuela alrededor de una máxima que todavía hoy recuerdan los periodistas que trabajaron con él y que él mismo reconoció que le había servido después en su literatura de prosa limpia, sobria y exacta. Delibes decía aquello de que lo importante era contar el mayor número de cosas en el menor número de palabras posibles.

Él, que se consideraba uno más, siempre negó haberse comportado como un maestro pero lo cierto es que alrededor suyo florecieron en una época firmas destacadas del periodismo: José Jiménez Lozano, editorialista y su mano derecha en la redacción; Francisco Umbral, Martín Descalzo, Manu Leguineche, Javier Pérez Pellón o el antes citado César Alonso de los Ríos. Luego llegaría el recientemente desaparecido Julián Lago, que contó cómo el gran escritor lo intentó convencer en más de una ocasión para que aceptara la dirección del diario de Valladolid.

Ya era una voz consagrada de la literatura y una autoridad moral por su lucha en favor de la libertad de prensa, cuando el editor José Ortega Spottorno le ofreció a Miguel Delibes la posibilidad de ser el primer director del diario «El País», entonces en vías de fundación. Juan Cruz Ruiz, periodista del rotativo madrileño y también escritor, cuenta en su libro de memorias literarias «Egos revueltos» que en la oferta iba incluido un monte para que el escritor vallisoletano pudiese dar rienda suelta a una de sus grandes pasiones: la caza. El escritor rechazó la oferta. Teniendo en cuenta que Valladolid, con todo lo que había crecido en población, le parecía una especie de enorme aparcamiento, el hecho de tener que irse a vivir a Madrid simplemente le horrorizaba.

En los últimos años, al mismo tiempo que su larga enfermedad le iba debilitando, llegaba también el silencio narrativo. Delibes siguió, no obstante, escribiendo de lo que le parecía, cosas que casi nunca publicaba. Sí vio la luz un artículo suyo de gran resonancia en el que el escritor y periodista vallisoletano disociaba el progresismo del aborto y se extrañaba de que el abortismo se incluyera entre los postulados de la progresía, que, según él, se desentendía de la defensa de la naturaleza y la vida.