¡Milana bonita!

Paco Rabal hizo célebre la frase en Los santos inocentes y la convirtió en uno de los momentos inolvidables del cine español. A Miguel Delibes, la película de Mario Camus le parecía lo mejor que se había hecho con sus novelas: «Logró una excelente película. Creo que acertó a llevar a la imagen ese halo de poesía que pretendí dar a la novela. Yo quise narrar como un poema en prosa y eso lo ha logrado. Su película me parece una obra de arte».

Y eso que le había dicho a Camus: «No me parece que pueda hacerse una película de este libro». A diferencia de tanto tiquismiquis, Delibes no defendía a ultranza la obra literaria frente a la cinematográfica: «Hay otros matices de luz, de amaneceres y de atardeceres en Los santos inocentes, por ejemplo, que en el libro no los veo. Se cambian unos matices por otros matices. Yo parto de la base de que son manifestaciones artísticas diferentes y creo que lo que no va en lágrimas va en suspiros».

No lo olvidemos: Delibes fue crítico (casi 400 películas pasaron por su juicio entre 1942 y 1962) y empleó mucha tinta en dar su visión personal sobre el séptimo arte. La claridad narrativa y la calidad precisa de los diálogos facilitaba en apariencia el trabajo a los guionistas, y quizá por eso no se haya perpetrado ninguna atrocidad con sus textos, aunque la calidad sea muy desigual y, en algunos casos, raquítica.

Ya en 1962 Ana Mariscal se atrevió con El camino, tan voluntariosa como discreta (Josefina Molina lo haría mejor en una serie de cinco capítulos para televisión en 1978). Luego, un parón hasta Retrato de familia, en 1976, con la que Antonio Giménez-Rico iniciaba su entusiasta pero insulsa relación con la obra de Delibes a partir de Mi idolatrado hijo Sisí.

Al escritor no le gustó nada: «A pesar de que uno pretenda evitar, revisando atentamente el guión, el exceso erótico gratuito, la imagen puede incurrir en él sin traicionar la letra, puesto que la imagen es muda y la cámara se filtra entre las palabras como el sol a través de un cristal».

En 1977, Antonio Mercero llevó a los cines con gran éxito de público La guerra de papá, basada en «El príncipe destronado», que reunía las virtudes y defectos del creador de Verano azul, y que pasaba de puntillas sobre la importancia que en la novela tenía el asunto de la posguerra y los vencedores y vencidos, potenciando el lado más humorístico y amable. Su protagonista, el niño Lolo García, disfrutó de una efímera popularidad.

Y en 1983 llegaría el gran momento de Delibes en el cine: Los santos inocentes, aplauso unánime para Landa y Rabal, enorme éxito de taquilla y un despliegue de grandes intérpretes en el reparto.

Giménez-Rico volvió a intentarlo con la locuaz El disputado voto del Señor Cayo, de nuevo con derroche de Rabal, película que se ve con agrado y poco más.

Mercero insistió en 1988 con El tesoro, que no hacía honor a su título. En 1990 llegaría, con bastante retraso, la puesta en imágenes de La sombra del ciprés es alargada, dirigida con desigual inspiración por Luis Alcoriza, aunque con una atmósfera convincente.

Giménez-Rico volvió a la carga con Las ratas en 1997, y los resultados dividieron a la crítica: plana para algunos, estimable para otros. Y en 1998, la última: Una pareja perfecta, en la que Rafael Azcona puso forma de guión sin demasiada convicción a Diario de un jubilado, con errática dirección de Francisco Betriu. Fue vista y no vista.

Y una mención aparte para Función de noche (1981), la película de Josefina Molina en la que una inconmensurable Lola Herrera desgarraba su alma frente a la cámara en la época en que salía todas las noches a dejar la piel sobre las tablas representando a Carmen en Cinco horas con Mario, fundiéndose con su personaje, quemándose con él. Un documento desolador, con antológicas escenas entre Herrera y su ex marido en la realidad Daniel Dicenta tirándose los restos del naufragio a la cara. Y lo que pudo ser pero no fue: José Luis Garci quiso llevar al cine la complejidad de El hereje, pero la envergadura del proyecto lo hizo imposible.