Cela negocia desde Mallorca uno de sus productivos negocios culturales, pero su tarifa asusta al emprendedor de turno, que le esboza tímidamente una literatura comparada:

—Delibes nos lo hace más barato.

—¿Y quién lee a Delibes?

Sólo sabemos denunciar los defectos que compartimos. Cela le imponía una competitividad atlética y alcalina a su carrera, frente al Delibes de módico estipendio que es autor ideal para llevarse a una isla superpoblada, y reemprender en ella la soledad radical que caracteriza al ser humano a pesar de sus semejantes. Tan solo que «le aterraba pensarse».

En cuanto a paralelismos, los dos monstruos del castellano tardío cumplimentaron el clisé de que un español con mala salud de hierro se pasa media vida muriéndose, y traspasando a su entorno la noticia de su extinción. Cada uno en su estilo. Abrupto en Cela, «la muerte es una vulgaridad que comete todo el mundo». Sospechosamente modesto en Delibes, «pienso con amargura que me moriré sin conocerme». Así veta implícitamente cualquier intento ajeno por conocerle.

La sombra de Delibes se ha alargado. Por no dramatizar, sólo ha muerto el castellano, en cuanto idioma impreso sobre una geografía. Le sobreviven Sánchez Ferlosio como practicante fuera de estación, y los gorjeos de las literaturas subvencionadas para curarlas del acartonamiento. Los autores deben escribir hoy sin que se note. En el tránsito del banquete al mordisqueo desflecado, todavía puede leerse sin rutina la prosa esponjosa de Delibes, literalmente atemporal porque el protagonista de El tesoro tarda seis líneas en descolgar el teléfono y retrata una «barba fluvial». Las metáforas pueden pecar de excesivo realismo.

Desde El Norte de Castilla, la prensa le permite a Delibes la bifurcación de su trabajo en un cauce literario por medio de Francisco Umbral, preservando la vena estrictamente periodística para Manu Leguineche. Siempre matizando que «escritor» puede significar un acorralamiento, para negarle al vallisoletano su olfato de analista o cualquier otra vertiente práctica.

He descartado libros de Delibes, conforme ingresaban ayer en los anaqueles necrológicos. Entre los no nombrados a mis oídos, celebro el brillante Un mundo que agoniza. El escritor ha frenado su vida a un paso del fin de los tiempos, que describía allí con el alma de un cazador de verdad, en las antípodas de los señoritos ivanes de traje y corbata que abaten jabalíes en cercados, un amago del tratamiento que administrarían a sus semejantes si pudieran abstenerse del código penal.

Delibes dedica Los santos inocentes a «mi amigo Félix Rodríguez de la Fuente», sabedor de que las especies biológicas son aniquiladas a mejor ritmo que las palabras. Al saber de su muerte, Soraya Sáenz de Santamaría casi pierde el IVA. La ministra de Cultura dictamina que el fallecido merecía el Nobel, un pronunciamiento que vale tanto como su veredicto sobre el campeón de Liga, aunque hubiera sido más agraviante afirmar que «he aprendido mucho de él». Antes de ponerse estupendo, el PSOE debiera sopesar el interrogante «¿Quiénes fueron los buenos y quiénes los malos en la guerra del 36?», que el premio Cervantes planteó hace un año escaso.