Se nos ha muerto, en la madrugada del viernes, uno de los imprescindibles. Sabíamos que don Miguel había encontrado, hacía tiempo, esa hoja roja que advierte que el librillo de la vida se acaba. Aún así, lo primero que se nos viene encima es el latigazo feroz de su ausencia, el reconocimiento de la descarnada orfandad en que nos ha dejado.

Pocos habrán expresado como él el sentimiento que desde ayer nos embarga: el desvalimiento ante lo inexorable de la muerte, el desasosiego por la desaparición de quien nos deja una huella tan honda que, ante ella, es casi imposible el consuelo.

Hoy somos huérfanos, en primer lugar, del escritor de raza. Del magistral muñidor de palabras, de naturalidad inimitable; del transparente cazador de almas humanas, magistral y genuino.

Pero también, y no en medida menor, del referente ético. De su humanismo vinculado a la tierra. De su fidelidad a unas ideas y principios. De su preocupación social, su amor a la naturaleza, su autenticidad, tolerancia y respeto. Valores todos que reconocemos como propios, que hunden su raíz en lo más primigenio de esta tierra que él pintó dura, curtida y, también, hospitalaria y tierna.

Quedamos huérfanos, por eso, en tercer lugar, de alguien muy nuestro. Alguien que levantó acta, con su escritura y su vida, de nuestra intrahistoria, y que, a partir de lo más próximo -nuestros pueblos, nuestros paisajes y gentes- logró erigir una obra sin fronteras.

Tras esa hosca orfandad, sin embargo, surge en nosotros también otro sentir: nuestro gran privilegio.

¿Qué dirían quienes hubieran podido conocer, abrazar, convivir con don Miguel de Cervantes? Una suerte similar nos tocó con este otro don Miguel universal. Hemos tenido la ocasión de seguir, de admirar y tratar no solo al genial escritor, sino también al ser humano íntegro. Hemos podido compartir su ejemplo de coherencia, su entrañable civismo. Hemos podido aprender de su alto magisterio que «un par de perdices difíciles justifican la excursión, y seis a huevo, no»: ese modo de ser pesimistas de inteligencia pero optimistas de voluntad, que tanto nos define. Hemos tenido, además, el orgullo de haberle entregado a don Miguel, en vida, la más alta distinción de nuestra Comunidad: la Medalla de Oro de Castilla y León.

Huérfanos pues, pero también privilegiados, nos queda, en fin, desde hoy, ser testigos de la inmortalidad de don Miguel Delibes.

Su obra entera queda ahí, en pie. Pero no como un ciprés, cuya sombra afilada representaba, en su primera novela, lo fugaz y caduco, la muerte. Queda ahí como la sombra del pino: redonda, generosa, símbolo de cuanto contiene vida y esperanza. Manu Leguineche dijo de él que era «un árbol que siempre da sombra». Hoy todo él es sombra, pero sombra fecunda, eternamente ya acogedora.

Sostenía Delibes que la vida siempre es breve, pero que la de un narrador se abreviaba todavía más; al desdoblarse en sus personajes, su verdadera existencia se diluía. Sentía que el principal deber del novelista era «crear tipos vivos». Por eso mismo, sin embargo, vive hoy, y no solo en la calidad de su lenguaje: también en sus creaciones, en sus personajes, a quienes supo dotar de vida auténtica. Don Miguel vivirá para siempre, quizás más que en ninguno, en Lorenzo -el cazador, el emigrante, el jubilado-, pero asimismo, de una forma u otra, en todos los demás.

Puede que la mejor descripción de don Miguel Delibes sea ese verso que Jorge Guillén le dedicó: «auténtico vivir cuajado en escritura». Parafraseando las palabras que él mismo destinó a Cervantes, no nos queda ahora otra cosa que proclamar su alto magisterio, el honor de compartir su lengua y su terruño y el deber irrenunciable de velar por ellos.