Los pueblos de Zamora como esperanza
Palazuelo de Sayago, su casco urbano se ubica en un valle recóndito, sumamente atractivo
Una de esas vaguadas es la que sirve de emplazamiento al entrañable y acogedor pueblo de Palazuelo de Sayago

Puente tradicional. / J. S.
Javier Sainz
El batolito sayagués, ese enorme bloque de granito que forma toda la comarca, aparece tajado en su reborde occidental por la gran falla de Los Arribes, surco por el que discurre encajado el río Duero. En esos extremos, la acción erosiva de los arroyos ha ido generando unos cuantos valles por los que las aguas de la escorrentía se precipitan hacia el gran río inmediato. Una de esas vaguadas es la que sirve de emplazamiento al entrañable y acogedor pueblo de Palazuelo de Sayago. Administrativamente, el lugar forma parte del ayuntamiento de Fariza, apartado de la sede municipal unos 4 kilómetros. Hasta 16 se alarga la distancia que le separa de Bermillo, la cabecera comarcal. A su vez, Portugal queda mucho más cerca, pero sin comunicación directa, al interponerse el cauce fluvial y los roquedos que lo limitan.

Palazuelo de Sayago, su casco urbano se ubica en un valle recóndito, sumamente atractivo
El casco urbano local se dispersa entre las típicas cortinas, formando barrios bien definidos. Por casi todos los lados aparece rodeado de cerros con formas suaves, cuyas cumbres se elevan entre 50 y 100 metros sobre los solares del fondo. Pero existe un boquete hacia el poniente que es por donde desagua el arroyo local, denominado La Rivera, el cual sólo está activo en las estaciones lluviosas. Sus caudales, al llegar al tajo de Los Arribes, se precipitan en un pintoresco salto acuático conocido como Cascada de la Lastra de Aguas Bravas, perteneciente ya al vecino pueblo de Mámoles. Esas peculiaridades orográficas propician la existencia de un microclima bastante más moderado que el de la planicie inmediata superior.

Palazuelo de Sayago, su casco urbano se ubica en un valle recóndito, sumamente atractivo
Un gran retazo del término local constituyó antaño la dehesa de Salcedillo, la cual en 1498 era propiedad de Pedro Romero de Mella. En 1920 un nutrido grupo de vecinos consiguieron comprarla, desembolsando 270.000 pesetas, parcelándola a continuación. Ahora todos los espacios del señalado término aparecen sombreados por el bosque, dominando por su número las encinas, algunas muy vetustas. En menor medida se hallan los robles y también los fresnos, éstos frecuentes a orillas de los regatos. Esa cobertura arbórea camufla parcialmente la entraña rocosa del terreno, abundando las peñas y berrocales que accidentan cimas y laderas. Se localizan algunas formaciones sumamente pintorescas. Una de las más conocidas es la denominada Pisada del Moro. Afirma una leyenda que sobre el bolón pétreo más elevado se subió un moro provisto de un cañón. Intentó apuntar hacia la iglesia del pueblo con pretensión de destruirla, pero antes de tener todo preparado, se le disparó el arma, arrojando hacia atrás al agresor, el cual dejó grabada sobre la piedra la huella de uno de sus pies.

Palazuelo de Sayago, su casco urbano se ubica en un valle recóndito, sumamente atractivo
Al recorrer las calles locales encontramos numerosos testimonios de la arquitectura tradicional. Todos los elementos: casas, tenadas, establos, cobertizos… aparecen construidos con mampostería pétrea, muy elaborada en las viviendas y en las portaladas, pero más tosca en lo demás. No obstante, en nuestros tiempos dominan los inmuebles de nueva construcción, de gran calidad, dando una gratísima sensación de confort y progreso. Gran parte de ellos se utilizan como segundas residencias, testimonio del apego hacia su localidad de origen de las gentes aquí nacidas y que hubieron de emigrar.

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Formando parte de ese acervo secular, preciso es mencionar las fuentes, techadas con grandes losas pétreas. Una, muy bien realizada, se emplaza junto a la Rivera. Otra, más rústica, pero no menos hermosa, es la del Valle del Pozo, provista de pilas que se utilizaron como abrevaderos para los rebaños. Destacan asimismo los puentes, adintelados, con los que se salva el cauce de la señalada Rivera. Existe uno uniendo las dos mitades del casco urbano, pero ha sido ensanchado para permitir el paso de la carretera. Hallamos otro en el extremo occidental del casco urbano, creado con gruesos piedrones. Asimismo, aguas arriba se localizan otros más toscos, intensamente bucólicos, de un encanto singular. Notables resultan también las pasaderas formadas por una hilera de bloques pétreos más o menos cúbicos.
A lo largo de ese curso acuático principal se emplazaron diversos molinos, los cuales se han ido arruinando al quedar sin uso. De ellos se ha restaurado el denominado de la Urrieta, situado por debajo del pueblo, bien cerca de las casas. Es una rústica construcción rectangular a la que se agrega la balsa, con su presa elemental, en la que se almacenó el agua que accionó su rodezno. Todo el conjunto queda sombreado por fresnos muy vetustos, generando un paraje de un profundo encanto. Más abajo se recuerda la existencia del molino de Facundo y ya en pagos de Mámoles se sitúa el de Serafín, también rehabilitado.
Debido a la dispersión local, La Plaza adquiere una singular importancia, como enclave de citas y reuniones. Es un recinto libre muy amplio, ubicado en torno a la iglesia, en zona equidistante de todos los extremos. Se presenta perfectamente embaldosado y dotado de asientos y árboles de sombra. Destacan allí un par de vetustos morales, árboles sin duda varias veces centenarios. Cada uno de ellos aparece protegido por un cerco pétreo, con sus retorcidos troncos, cuatro o cinco en cada ejemplar, apoyados en puntales para que, debido a su propio peso, no se desgajen. Muy propios de la comarca, plantados junto a las puertas de sus templos, éstos de aquí son unos de los más admirables entre los que conocemos.
A la santa venerada en su retablo se le honra con una jubilosa romería el día de Pascua de Resurrección. Para ello suben en procesión desde la parroquia, en desfile encabezado por el enorme pendón blanco local. Antaño el trajín devocional fue mucho más intenso, pues a esta mártir se le consideraba abogada frente a la enfermedad de la rabia
A su vez, en el centro de esa explanada se yergue un esbelto crucero, uno de los más notables de todos los existentes en la provincia. Austero en formas, pero perfecto en su ejecución, es muy posible que fuera cincelado en el siglo XVIII. Se apoya en una base formada por cuatro escalones, sobre los que se alza un pedestal cúbico con rombos engalanando todas sus caras. El habitual fuste se presenta monolítico y muy estilizado, coronado por un capitel sencillo. Arriba del todo campea la cruz, con los extremos de sus brazos abiertos en forma de flor.
Como en tantos otros lugares sayagueses, también aquí fue muy intensa la afición al juego de pelota, utilizándose para su práctica la pared del campanario de la iglesia. Los suelos anejos se han cementado con esmero, pintándolos de rojo para habilitar una pista deportiva.
Dedicando ahora la atención a la propia iglesia, cuyo titular es San Benito, encontramos un recio edificio que, por sus formas, es muy posible que fuera levantado en el siglo XVI. Dispone de cabecera rectangular y nave algo más ancha, con una espadaña de dos vanos y remate agudo en su costado de poniente. Las escaleras de acceso a las campanas se cobijan en una especie de torrecilla cuadrada aneja. En los muros, adquieren intenso protagonismo los gruesos contrafuertes con los que se contrarrestan los empujes de los arcos fajones internos. Aprovechando la existencia de dos de esos estribos, prolongaron el tejado, habilitando así un pequeño porche para amparar la puerta, abierta hacia el costado septentrional. Esa entrada se forma con un arco de medio punto tramado con grandes dovelas y con su arista sustituida por sencillas molduras. Sobre la clave se sitúa una hornacina avenerada, ahora vacía.
El interior aparece techado con armaduras funcionales de madera, apoyadas en arcos perpiaños de medio punto. A su vez, en las losas del suelo se marcan los recuadros de las viejas tumbas. Preside los espacios un sencillo retablo del siglo XVII, con frisos rectos y columnas de fustes estriados. En su nicho central se entroniza la figura del santo patrón, el San Benito citado, teniendo por arriba un crucifijo y a ambos lados imágenes modernas de escayola. A su vez, posee un par de retablos secundarios, barrocos, bastante reformados.
Como en muchos otros templos de la comarca, también éste fue decorado con pinturas murales, del siglo XVI, parte de las cuales se conservan, recuperadas tras eliminar modernamente los encalados que las ocultaron. Otras quedan detrás de los señalados retablos menores. Se localizan a ambos lados del arco triunfal y en un sector de la pared del evangelio. Pobres de color y toscas en su ejecución, en su conjunto presentan un ingenuo encanto. Reconocemos dos temáticas distintas, posiblemente de autores diferentes. Las del lateral septentrional reproducen diversas escenas de la vida y pasión de Cristo, distribuidas en, al menos, una docena de recuadros. Las del otro costado, en la parte visible, representan a Santa Brígida y a Santa Bárbara, separadas por columnas con arcos rebajados por encima.
Otros dos inmuebles religiosos existen en el pueblo. Uno de ellos es la ermita del Humilladero, la cual se ubica a la salida de la localidad en dirección hacia Fariza. En nuestros días queda rodeada por el cementerio, dentro de él, carente de cualquier tipo de cultos.
Mucho más atractiva y bucólica es la ermita de Santa Catalina, aislada sobre una cuesta, distante casi un kilómetro de las casas. Se emplaza en el medio de una campa, rodeada a su vez de un cerco de encinas. Por sus formas es muy posible que la construyeran en el siglo XVII, habiéndose beneficiado modernamente de una profunda restauración. Posee una planta rectangular que, aparentemente, se forma por la unión de módulos diferentes. La puerta se abre hacia el sur, protegida por un abierto porche. A su vez en el hastial de occidente se yergue una espadaña de tres vanos, generados con grandes sillarones de granito, sustituta moderna de otra menor existente hasta hace escasas décadas. Por dentro, su cubierta es de madera, muy rústica, sujeta sobre gruesas e irregulares vigas.
A la santa venerada en su retablo se le honra con una jubilosa romería el día de Pascua de Resurrección. Para ello suben en procesión desde la parroquia, en desfile encabezado por el enorme pendón blanco local. Antaño el trajín devocional fue mucho más intenso, pues a esta mártir se le consideraba abogada frente a la enfermedad de la rabia. En búsqueda de auxilio, las gentes del pueblo y de localidades circundantes acudían con sus rebaños, haciendo dar nueve vueltas a sus ganados en torno al santuario, pues era creencia que con esa práctica se les libraba de tan terrible mal. Con el descubrimiento de las vacunas esta práctica dejó de realizarse, aunque perdura el eco nostálgico de su recuerdo.
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