Cuentos, "dicires" y leyendas zamoranas: Margaritas y amapolas en los campos de Pajares

Campo de amapolas al atardecer.

Campo de amapolas al atardecer. / Pixabay

Gustavo Rubio Pérez

Allá por el siglo XIII, Payares (Pajares de la Lampreana) pertenecía a la encomienda templaria de Villárdiga, pero se daba la circunstancia de que sus habitantes eran también vasallos del Cabildo de León. Este vínculo dual, que en un principio parecía una simple particularidad jurídica, pronto se revelaría como una maldición, pues cada año, cuando llegaba el tiempo de la cosecha y los campesinos debían pagar el diezmo, no bastaba con que éstos entregaran una décima parte de lo cultivado, pues la exigencia llegaba por partida doble, teniendo que dar los pajareses un diezmo de sus cosechas a los templarios, y otro diezmo al cabildo leonés.

Este conflicto de índole económico a lo largo de los años generó numerosos enfrentamientos entre la población local, los caballeros templarios y los representantes del Cabildo leonés, y no siempre se resolvieron las cosas de manera pacífica, ya que en más de una ocasión se desenvainaron espadas, se blandieron dagas y se alzaron garrotes, y más de un defensor de sus supuestos derechos terminó sufriendo graves consecuencias por estos altercados.

Y es que ambas partes en disputa buscaban imponer su autoridad, lo que provocaba que, cuando el Temple recolectaba el diezmo de las cosechas, y poco después llegaban los representantes del Cabildo a hacer lo mismo, los pajareses, víctimas de esta doble imposición, se veían irremediablemente abocados a la miseria.

La llegada de los monjes

En ese contexto, llegaron a Payares unos monjes de desconocida procedencia que, paseándose por plazas y calles, no cesaban de proclamar mensajes revolucionarios: la igualdad de todos los hombres, la necesidad de subordinar el poder eclesiástico a valores éticos y la desvinculación de los poderes terrenales de toda acción injusta. Entre una población empobrecida por la doble imposición, condenada a la inanición y sin posibilidad de defenderse de semejante atropello debido a su obediencia a los señores feudales y eclesiásticos, este mensaje caló hondo y aunque tras sembrar esta idea de rebeldía, aquellos monjes desaparecieron tan misteriosamente como habían llegado, el germen de la revuelta estaba ya plantado, y a pesar de que permaneció latente durante un tiempo, no tardó mucho en manifestarse.

Al año siguiente, cuando llegó la temporada de recaudar el diezmo, en primer lugar llegó al pueblo el representante del cabildo a cobrar, pero los pajareses se negaron a pagarle. Pocos días después el miembro del Temple trató de hacer lo propio, obteniendo idéntica negativa por parte del paisanaje. Resultaba evidente que el pueblo, inspirado por las prédicas recibidas y convencido de que tenía derecho a no ser explotado, había decidido poner fin a esta situación y conservar así el fruto de su trabajo.

Ante las posibles represalias, los lugareños, dirigidos por un tal Ceferino Pérez, se reunieron en concejo en torno al centenario negrillo de la plaza y, tras largas deliberaciones, acordaron tomar medidas para proteger sus cosechas y por ende su dinero, determinando que habían de convocar a templarios y miembros del cabildo aprovechando la festividad de la Virgen del Templo, tan profundamente venerada por todos, y raudos hicieron llegar la invitación a ambas partes, logrando que templarios, representantes del Cabildo y campesinos se concitaran frente a la ermita en el día de la patrona. Allí, en lugar de la esperada ceremonia religiosa, Ceferino tomó la palabra y dijo:

—Caballeros del Temple: con vuestras acusaciones habéis difamado al Cabildo de León, tildándolos de usureros y ladrones. Así habéis logrado durante años llevar a vuestras arcas nuestros diezmos. Vosotros, miembros del Cabildo, no habéis sido más honorables, pues acusáis a los templarios de herejía y obscenidad, tachándolos de idólatras y sodomitas. Con estas artimañas habéis arrebatado el tributo. Nuestro pueblo no puede seguir pagando a dos señores. Por tanto, aquí, ante nuestra patrona, os emplazamos a resolver esta disputa en un combate honorable, conforme a las reglas de la caballería que ambos profesáis.

El discurso de Ceferino, cargado de firmeza y lucidez, sorprendió no solo a los dos bandos enfrentados, sino también a sus propios vecinos. Y mayor fue su asombro cuando Ceferino les pidió que regresaran al pueblo, dejando en la campiña a los dos grupos de señores para resolver su disputa.

Los templarios y el Cabildo, heridos en su orgullo por las acusaciones, decidieron enfrentarse de inmediato. Acordaron un combate sin muerte, usando armas desmochadas, que aunque no eran letales, resultaron en numerosos heridos graves. La sangre de unos y otros tiñó el campo, mezclándose en un reguero fruto de su obstinación.

Aunque no hubo un vencedor claro, el combate desacreditó a ambos bandos ante los ojos del pueblo, y durante años, ni templarios ni canónigos se atrevieron a exigir el tributo. Cuando finalmente intentaron recuperar su dominio, los campesinos se negaron a pagar, obligándolos a recurrir a instancias superiores, que a lo sumo llegaron a dictaminar bastantes años más tarde, un reparto equitativo del diezmo entre Cabildo y Temple.

Las margaritas, un ejemplo de cómo la vida modula la temperatura del planeta.

Las margaritas, un ejemplo de cómo la vida modula la temperatura del planeta. / Kristine Cinate/Unsplash

Cuentan por aquellos lares que tras la resolución del conflicto, en el campo donde había tenido lugar la batalla comenzaron a brotar flores de dos colores: amapolas rojas y margaritas blancas. Dicen que las amapolas surgieron donde cayó sangre templaria, y las margaritas, donde se derramó la del Cabildo, pero sea como fuere estimado lector, ambas son el mejor recuerdo de que como con astucia, determinación y dignidad, los "payariegos" derrotaron a la injusticia.

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