Raigambre
La leyenda de la Virgen del Puerto
Cuentos, dicires y leyendas zamoranas (VIII)

La leyenda de la Virgen del Puerto
Gustavo Rubio Pérez
Érase que se era cuando los frailes del convento de San Agustín, enclavado junto al río Aliste en la dehesa de Santa Engracia, custodiaban una imagen de madera que, según se decía, había sido esculpida en los albores de la cristiandad. Y no, no era una Virgen como las otras, pues aunque ésta llevara como sus semejantes al Niño sobre su pecho, en su caso, el Divino Rapaz parecía emerger como brotando del corazón mismo de la Madre.
Un día aquellos frailes confiaron la imagen a un grupo de hombres que, agobiados por las miserias cotidianas, habían resuelto dejar atrás la tierra que los vio nacer. Eran carbajalinos, hijos de Carbajales de Alba, que emprendían el camino con el ánimo sombrío de quien se despide de su hogar, pero esperanzados por encontrar en otro rincón del Reino de León un futuro menos áspero y cruel que el soportado hasta entonces. En su éxodo, cargaron con lo que pudieron: herramientas, recuerdos, y aquella Virgen cual reclamo del amparo divino en un mundo tan hostil.
Pero el destino, con sus hilos invisibles, quiso que nunca abandonaran la comarca albarina y justo en el umbral de aquellas tierras agrestes, fundaron un pueblo que bautizaron como Losacio. Allí levantaron sus casas, cultivaron la tierra, y erigieron un pequeño santuario para la Virgen, desde entonces "del Puerto", donde la colocaron con gran devoción.
Los años pasaron y la historia de las copiosas cosechas y no pocos milagros atribuidos a la Virgen de Losacio llegaron a oídos de los carbajalinos que en su día no habían emigrado, habiéndose hecho especialmente famosa en la contorna la historia de cuando el Arroyo de Valdeladrones amenazó con desbordarse tras varias semanas de intensas lluvias. El relato decía que los de Losacio, aterrados, se reunieron en torno a la pequeña ermita con velas encendidas y entre cánticos pidieron la intervención mariana. De repente, una mujer vestida de blanco que irradiaba una cálida luz apareció junto a la orilla del arroyo, e inclinándose y, con un gesto suave, tocó las aguas embravecidas, lo que provocó que instantáneamente el caudal comenzara a descender regresando el arroyo a su cauce habitual, y aunque todos rápidamente corrieron hacia la figura, ésta desapareció dejando tras de sí un inmenso rastro de flores.
Sea como fuere, el caso es que muchos de los carbajalinos más mayores insistían en decir que aquella Virgen no pertenecía a Losacio, y que les había sido arrebatada de forma injusta y arbitraria, y así, alimentados por la nostalgia y el orgullo, un puñado de vecinos decidieron recuperar la imagen para sí.
Una mañana de primavera, aquellos carbajalinos cargaron un carro tirado por bueyes y emprendieron el camino hacia Losacio. El sol despuntaba con la fuerza de quien promete un día calmo, pero había una tensión en el aire que no podía explicarse con palabras, y así finalmente llegaron hasta el santuario con la firme determinación de retornar la milagrosa escultura hasta su población. Los de Losacio, aunque perplejos, no ofrecieron resistencia; sabían que no era cosa de hombres discutir el destino de la Virgen, y con lágrimas en los ojos, dejaron hacer a sus antiguos paisanos.
Con gran reverencia y cuidado, los carbajalinos cargaron la imagen en el carro, amarrándola con sogas para protegerla de los baches y el vaivén del camino. Cuando todo estuvo listo, los bueyes comenzaron a andar, llevando consigo no solo la Virgen, sino también el corazón dividido de los dos pueblos.
Sin embargo, el cielo tenía otros planes y cuando apenas habían recorrido unos pocos kilómetros, al llegar al paraje conocido como la Fuente del Cristo, una nube negra surgió en el horizonte y en cuestión de minutos, el día se transformó en noche, y una tormenta violenta estalló sobre ellos. El viento rugía como un animal enfurecido, la lluvia caía a latigazos, y la truena llenaba de rayos el ahora negro firmamento.
En medio de aquel caos, las ruedas del carro se hundieron en el barro hasta el eje. Los carbajalinos azuzaron a los bueyes, e incluso intentaron empujar con todas sus fuerzas, pero fue en vano. Era como si la tierra misma se hubiera tragado el carro, negándose a dejarlo avanzar. Exhaustos y empapados, se rindieron al fin.

La leyenda de la Virgen del Puerto / .
Para los habitantes de Losacio, que habían seguido el incidente desde la distancia, no cabía duda de lo que había ocurrido: era un nuevo milagro. La Virgen del Puerto no quería abandonar Losacio. Su voluntad divina se había manifestado en la tormenta y el lodazal, dejando claro que aquel era su único y verdadero hogar.
Los carbajalinos, derrotados pero conscientes de la intervención divina, abandonaron el carro y regresaron a su pueblo. La Virgen fue llevada de nuevo al santuario de Losacio, y desde entonces, el milagro quedó grabado en la memoria colectiva de la población.
Y así el carro permaneció allí, y cada mayo, cuando llegara el momento de honrar a la Virgen en sus procesiones, los habitantes de Losacio determinaron que no sería llevada en andas como las demás. En lugar de ello, la colocarían en aquel carro agrícola, bien adornado de flores y ramas verdes, para rememorar por siempre la fallida tentativa de alejarla del pueblo.
De este modo cada primavera, cuando los campos se cubren de flores y el aire, cargado de fragancias frescas, anuncia la renovación de la vida, la Virgen del Puerto sale al encuentro de su pueblo. Avanza en su carro adornado de verdes y flores, mientras hombres, mujeres, viejos y niños, la escoltan con cánticos y oraciones. Caminan todos al compás evocando aquel milagro remoto que, como tantas historias del pasado, el tiempo algún día envolverá en su manto de olvido.
Colectivo Ciudadanos Región Leonesa
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