Lauro y una guitarra

Jaime Pividal Gallego

Quizás fueron aquellas historias de Sanabria las que le abrieron el apetito por la historia. Aquellas que su padre aprendió al serano, en Rosinos, y que años más tarde, como buen narrador, nos fue regalando a su familia y a sus amigos. Y tal vez fueran las gaitas y tambores, que tantas fiestas amenizaron, las que sembraron en Lauro el gusto por la música.

Aquello quizás fue el comienzo de sus inquietudes, y su capacidad y sensibilidad hicieron el resto. De joven fue aquel mozo que embelesaba a sus primas con grandes historias y la emoción que las contaba. Gran amante de su tierra y de la historia que la acompaña, estudioso como nadie, se dedicó durante años a desentrañar y a preguntar cosas que nadie había visto; consiguió así grandes logros para la historia de Sanabria, como recuperar un legendario fuero de nuestra tierra, perdido durante siglos y recuperado gracias a su buen hacer cuando aún era un joven investigador.

Más adelante se mudó a Madrid y ya se centró en la música y los niños, dos de sus grandes pasiones. Allí le conocimos, en La Casa de Zamora, presentando y corrigiendo en algunos casos a autores libros sobre historia de Sanabria y de Zamora, sacando a relucir su sabiduría sobre un tema tan fascinante como desconocido: las huellas de la Sanabria judía.

Nos contaba que en sus años en Madrid conoció a los grandes poetas de la movida madrileña, de los que te llegan adentro, y que había estado con Enrique Urquijo pocos días antes de su trágica muerte. Sus conversaciones con Julio Llamazares y con tantos otros siguieron forjando su personalidad, sensible y callada a partes iguales. Quizás esto no lo aprendió en la escuela, quizá fueron sus orígenes y su identidad, tan sanabresa: Lauro dejó escrito que él venía de “un pueblo que no roba, que no intriga y que se emborracha no porque sea sábado sino porque tiene un sentido equinoccial de la existencia”, quizá por eso se movía bien en aquellos ambientes donde había gente ávida de personas interesantes con historias buenas.

Pronto hará diez años de una hermosa sobremesa en el Mesón Sanabria, con su guitarra alternando el “agárrate fuerte a mí, María…” con “María la portuguesa”. La cultura pierde a un lector impenitente, la nuestra tierra -como decía él- pierde a un sanabrés enamorado de sus gentes y de su pasado. Y somos muchos los que también perdemos a un gran tipo, a un amigo leal y generoso. Descansa en paz, Lauro. Y gracias por tantas cosas.