La Opinión de Zamora

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En el corazón del desastre (III)

Voces sin nombre

Pinar arrasado fuego San Pedro Herrerías. | | T. S. /B. P.

Lo que soñé vino solo y con trote ligero, como si ya me estuviese esperando. Se lo conté a mi compañero -el otro forastero- mientras volvíamos a la sierra. Yo me había acostado con el corazón detenido en todo lo que habíamos visto estos días en los pueblos alistanos y carballeses. La manta de carbón que era ahora la silueta dramática de la sierra. Las huertas arrasadas de repente por el manotazo funeral. La amenaza del aullido del fuego en el entorno inmediato de los pueblos (“Lo peor era el humo, que no te dejaba llorar a gusto”, oímos decir a una mujer). En el territorio sin norma de la noche, aquella macedonia oscura de imágenes se puso a actuar por su cuenta. Y empecé a soñar. No solo era la visión fantasmal de árboles y urces en llamas y el estrépito de la resina chisporroteante, volando por el espacio. También se aparecían rostros conocidos por los dos en esos días. La cara sarmentosa del anciano que miraba la sierra con impavidez profesional, como un inspector de la desolación, se mezclaba con la voz destemida de la mujer de Villanueva y con los gestos de quien aún contaba con palabras atormentadas cómo tuvo que abandonar su casa de madrugada dejando todo (“animales y papeles, ya ve, ni eso me dejaron ir a sacar”) allí a su suerte. Rostros, voces y ademanes eran en el sueño un amasijo nebuloso y sin identidad exacta, como si todo ello perteneciese a una misma realidad orgánica y desorbitada. Desperté deseando que fuese una premonición. Que en adelante los habitantes de la sierra de la Culebra se sintiesen unidos precisamente por aquello que les había echado a perder su presente y su esperanza. Para rebelarse por fin contra tanta claudicación. Para reivindicarse a sí mismos.

Es increíble la fuerza moral de las gentes de Aliste Carballeda y Los Valles, seguramente el mismo rasgo de entereza que alimenta a quienes viven de cara a la relación directa con las cosas y con los seres

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Volvimos, pues, a la sierra. Había que volver a enfrentarse un par de veces más a la visión insoportable del borrón del horizonte que ya nos acompañaría desde las primeras estribaciones de Perilla de Castro. El viaje esta vez fue por la tarde. Quien conduce lo hace con soltura, quizás porque cree que está regresando por enésima vez a su casa del alma y va a encontrarlo todo como siempre lo vio. Pero no. A medida que nos adentramos, hay menos comentarios sobre lo que vamos atravesando, como si solo el silencio pudiera tasar la magnitud exacta de lo que acaba de perderse. En algunos lugares, la cabriola siniestra del fuego saltó al otro lado de la carretera pero respetando pequeñas alisedas o hileras de rebollos que han quedado indemnes, libradas de las llamas. Fueron los pinos los que transmitieron la tragedia de lado a lado. En una comarca donde no siempre es posible comunicarse con solvencia, el fuego y los arrebatos del viento lo han conseguido con suma facilidad. Son las ironías de la Naturaleza, su majestad incomprensible.

El agente medioambiental es joven. Por el aspecto podría ser extranjero pero no lo es. Enjuto y calmoso, tiene esa fibra especial de quienes entregan la vida a oficios que van más allá de los engranajes de la comodidad. Sonríe con suave descreimiento cuando le instamos a que cuente cómo lo vivió todo desde su puesto de responsabilidad. Lo hace y sus palabras no traslucen sorpresa ni rencor ni mucho menos desesperación. Es como si ya estuviese aguardando de antemano lo que ocurrió. Como si supiese mejor que ninguno que el guión del desastre estaba escrito y él lo hubiese leído. Solo cuando nos vamos a despedir pronuncia esa palabra que luego hemos oído rebotar en otras bocas: desorganización. Otros hablarán después de descontrol, de improvisaciones imposibles cuando las fuerzas naturales se conjuraron de ese modo para arrasarlo todo. Es lo que volvimos a oír en el bar en conversaciones cruzadas: “Tal vez hubiera sucedido lo mismo, pero eso no quita para que la Administración no tenga un plan medioambiental previsto y eficaz para extinguir los incendios de esta sierra”. “Aquí hacen falta medios y personal pero también estrategias apropiadas de actuación inmediata”. Y alguien apunta aún más alto: “El planeta necesita atención total. Debería ser una prioridad política. La naturaleza está agotada y el clima violentado por la acción humana, ¿cómo es posible que los políticos no presten más atención al único tesoro que aquí nos queda: al monte?”. A veces volvemos a la pregunta que traemos caliente todos estos días: “¿Pero os podréis salvar?”.

La tarde avanza implacable hacia el crepúsculo y en los silencios, que también los hay, se revela la omnipresencia de un paisaje herido de muerte. Todos allí lo intuimos a pesar del consuelo de las conversaciones. De vez en cuando, perdemos la mirada en él, en esa postal macabra que más bien parece fabricada por la mano del mismísimo diablo. Está ahí y estará durante años. Hay quienes no se atreverán a venir aquí en meses, tal vez más, por no enfrentarse a esta visión apocalíptica de la desolación. Los vecinos del pueblo, sin embargo, lo harán cada mañana, al abrir sus ventanas para airear las habitaciones y sus malos sueños de la noche. Y esa postal fatídica no se borrará, ni con la lluvia benefactora, ni con los millones de euros que ya anuncian, como charlatanes de feria, los mismos que dijeron en otras ocasiones que esto no volvería a ocurrir. Las otras voces, los sin nombre, en cambio callan o se resignan a su suerte. Aun así les sobra la cortesía y la amabilidad con los forasteros, nosotros, y tienen palabras de ánimo para consolarse a sí mismos y a quienes, como nosotros, piensan en que la salvación no está fuera, sino en ellos, su gente, en los jóvenes que se manifiestan, se organizan, proponen, gritan y no se dejan, ni se dejarán vencer por el desánimo, la desidia, el olvido, el engaño.

Se van a salvar. “Hay que tirar para adelante”. Se nos habla de un proyecto ilusionante: un centro de interpretación de las estrellas que complemente al que ya existe en el pueblo sobre el mundo del lobo. Y vamos sabiendo de unos y de otros que no van a tirar la toalla a pesar de que no haya pastos para el ganado y hayan desparecido colmenas y setas. El arraigo a los pies de la sierra es insustituible por cualquier otra posibilidad. Es increíble la fuerza moral de las gentes de Aliste Carballeda y Los Valles, seguramente el mismo rasgo de entereza que alimenta a quienes viven de cara a la relación directa con las cosas y con los seres. Nada que ver con el carácter de quienes optaron por el mundo urbano, donde hasta la alegría debe ser subvencionada.

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