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La intensa vida del “carpintero” de Robleda

Camino de los 104 años, Jerónimo Prada recibe un homenaje de sus vecinos

La intensa vida del “carpintero” de RobledaA. Saavedra

Jerónimo Prada San Román nació en Robleda el 12 de agosto de 1918. A sus 103 años, camino de los 104, el “carpintero” de Robleda atesora en su memoria los recuerdos personales y colectivos de una vida, una guerra y un pueblo. El alcalde de Robleda-Cervantes, Francisco Rodríguez Oterino, en representación del pueblo y los vecinos brindó un homenaje a este sobresaliente vecino, rodeado de sus familiares.

“Fui muy poco a la escuela. No se acordaba nadie de verme en la escuela. Dejé las haciendas. Ahí arriba teníamos una finca que decíamos “El Cardo”, y teníamos tres vacas y un borrico”. Bajaron los de Cervantes a la escuela y cuando pasaron le dijeron “¡Hoy te dejamos atrás!”… ¡Y para qué me lo dijeron! Dejé la hacienda para atrás y fui a la escuela”. Más de una vez dejó el ganado por los libros.

Un hermano mayor era el que acompañaba a su padre trayendo vino y vendiendo, mientras a él le traían de pastor. “Tuve mucha suerte cuando fui a la mili. El cabo de mi escuadra era maestro y escribía. Para poner la “j” se la hacía con joroba, pero de que cogí todas las mayúsculas, se las cogí”.

Jerónimo se licenció y se dedicó en su vida profesional a la carpintería, oficio que aprendió por su cuenta, sin ser aprendiz ni tener maestro. “Hacía muebles e iba a dar jornales a los pueblos, allá de esa sierra [el Sierro], con una bicicleta y la herramienta a cuestas. Dormía allí toda la semana y el sábado venía”. Trabajaba muebles a mano, hacía pisos de madera, techos, puertas ventanas “primero a mano que fue el tiempo que más trabajé y después ya en el taller, poco”.

El carpintero de Robleda.

No rechazaba ningún trabajo “con tal que de ganar la pasta, me daba igual” aunque reconocía que le gustaba el trabajo fino, mejor muebles que pisos y suelos, que “era más trabajoso”. Aprendió el oficio de carpintero cuando volvió de la guerra y sin ningún maestro “aprendí yo solo. Lo que veía, aquello hacía”.

En Robleda estaba el mejor carpintero de todo Sanabria “miraba aquel trabajo y lo hacía yo. Y así fue aprendiendo”. Una noche a las tres de la mañana y ya con la máquina y “quería hacer la envuelta de las puertas y no sabía cómo. Vine de noche a casa, ya cansado, me levanté y fui a probar la pieza, y según lo pensé de noche, meto la pieza y ya me salió. La tiré contra la pared, de rabia, por tonto. No me había enseñado nadie”.

Cobraba la mitad o menos de lo que cobraban los carpinteros de Puebla que un día le dijeron en el bar, “¡Robleda, nos estás matando! Porque estás trabajando a mitad de precio”. “Y era verdad. Yo sacándome un jornalillo de 4 ó 5 pesetas ya tenía. Eran trabajos que estaban por menos de mitad de precio. Hoy lo reconozco. Doblé y no llegué donde ellos. Eran mejores carpinteros que yo pero hacían peores cosas. Yo lo hacía a conciencia. Yo iba a trabajar y no miraba nada más que trabajar”.

Vivió la guerra, primero en el sur y luego en el norte, recuerdos que sacan su emoción y lágrimas: “la guerra que nunca tenía que haber habido. Viví la batalla del Ebro. Allí nos dieron para el pelo. Pero lo otros también… otra pena. Casi prefiero no recordarlo”. Su sodera fue a consecuencias “de las pavas italianas [bombarderos] y tiraban bombas de 500 kilos. Hacían unos hoyos para meter una casa. Aquello era guerra”.

Con 18 años “me llevaron a Zamora, al Regimiento de Infantería Toledo número 26. Estuve unos días y allí me escribió mi cuñado que estaba en el frente de Extremadura y fui para allá”. “No había visto el tren, ni el teléfono, ni nada de eso. Me dio miedo cuando llegué a Zamora y vi el tren. Yo decía ¿Cómo va a ir el tren por ahí? Echaba vapor y a mí me parecía humo”. Uno de los veteranos le dijo “Quinto baja para aquí ese macuto ¡yo ni me sentaba! Y me senté allí. Bajé el macuto y el brigada del Regimiento me había llenado el macuto de chuscos y chorizos de cantimpalo”. Paró el tren y bajó a por dos botellas de vino y dieron cuenta del regalo del brigada. Tardaron dos días en llegar a Castuera por la vía estrecha.

Su cuñado estaba en la Plana Mayor “cuando fuimos al Ebro paramos en Salamanca y quería escaparse a casa, pero nos escapamos desde Valladolid. Tres meses sin cambiar la camisa, parecía que llevábamos correaje y era que debajo eso estaba caqui y lo otro blanco”.

La intensa vida del “carpintero” de Robleda

En la guerra estuvo 22 meses, con la Cruz de Guerra. Le pagaban dos reales por el servicio militar. “Había 100 piezas de artillería por nuestro lado”. De casado y ya con 60 años “soñaba y decía pero si tengo 60 años y me vuelven a llamar. Me da mucha pena”. Al terminar la guerra “hicieron un pequeño examen en Almadén –con lo que había aprendido del cabo de su escuadra- y me mandaron a Zaragoza. A Transmisiones de Aviación. Allí muy bien, mejor que en mi casa. En la mili, muy mal, pero en Zaragoza que estaría dos años y pico, fue estupendo. Estábamos en el campo de aviación de Garrapinillos”. Estaban seis destacados y él fue nombrado cabo y cobraba “2 reales de soldado, 2 de cabo y 1,50 de gratificación de Aviación”.

“Éramos bien mirados, bien tratados. Yo no conocía nada de teléfonos. Nunca los había visto. Conmigo fue otro chico, Juan Andrés Montaña Salor, de Cáceres, pero todos esos extremeños entonces eran medio analfabetos. Yo fui de obrero de línea y ese chico de telefonista. Había 95 teléfonos interiores, en el campo de aviación. Había una central estándar, casi como esta mesa y una lista. Juan Andrés se ponía a leer y yo con él. Total que los aprendí como él”.

Llegó el cabo y preguntó por los números que pertenecían a cada departamento y Montaña los dijo confundidos. Jerónimo saltó “¡Que te los digo yo. A cocheras, a cuerpo de guardia a locutorio”. Ante la centraliza le indicó clavijas, palancas, y lo que tenía que hacer. “Me planta los auriculares en los oídos –ignorante todo, sabíamos menos que un niño de seis años hoy- y dice ahora tengo que llamar por teléfono. Me llama y me dice ¿Dónde estoy? Y contesté en el locutorio”. Así fue la prueba y hacer la conexión con el capitán.

El carpintero de Robleda.

De este modo “el obrero de línea pasó a telefonista y el telefonista a obrero de línea”. Cuando fue nombrado cabo “quité todo eso y todo el mundo hacía servicio en la central”. Las prácticas fueron un fin de semana pero el lunes “cayeron todos a la par” con la poca experiencia que tenía “la has liado buena”. En Zaragoza estuvo dos años, volvió a casa, los movilizaron y lo enviaron a Cuatro Caminos en Madrid. En total fueron cinco años entre el servicio militar y la guerra. Si no hubiera vuelto al pueblo licenciado desde Zaragoza la primera vez, no hubiera dejado el campo de aviación ni las comunicaciones “todo aquello era bonito, me gustaba porque nunca lo había conocido”.

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