Analía Álvarez nació en 1960. Estudió en la escuela primaria y secundaria en Colón (provincia de Buenos Aires). Luego hizo la carrera en Bellas Artes y más tarde, Periodismo. Es docente universitaria y especialista Q Grader en café arabica. Como periodista ha ganado el premio Martín Fierro por su corto documental “La Página Final” y por su programa de radio de investigación “Escalera Servida”. Desde 2008 es docente en Comunicación Social, en la UNLAM (Universidad Nacional de La Matanza, San Justo, Argentina).

En el mundo del café, se ha especializado en cafés arabica de alta calidad, realizando los exámenes de Q Grader, siendo la primera argentina en recibir la calificación Q por parte de Coffee Quality Institute en EEUU. Ha realizado cursos y capacitaciones en cultivo, plagas y enfermedades del café en países como América y África.

En 2010 creó, junto a su marido José Vales Perucho, el Centro de Estudios del Café, destinado a la formación de baristas, catadores y tostadores, y en 2011 abrió la cafetería Coffee Town, en San Telmo, barrio histórico de Buenos Aires. Desde entonces ha sido instructora en seminarios y cursos, además de disertante permanente sobre café en empresas privadas y asociaciones de profesionales y fue designada por la Cámara Argentina de Café como representante en las Campañas nacionales “Amo mi café”.

Los orígenes maternos de Analía, son humildes como los del propio café. Arrancan en Pereruela de Sayago entre el barro, cuyos pucheros a la lumbre, hasta no hace tantos años, además de los alimentos caseros, también llenaban la casa de aroma de café. No en vano, sus abuelos maternos Toribio Carnero y Alfonsa Redondo, habían nacido en el seno de familias alfarero-arrieras con siglos de tradición en el mundo del barro. Pero la situación económica del momento, primera década del siglo XX, como a otros muchos, los empujó a la emigración. En octubre de 1910, ambos con 29 años y su hijo Eugenio, de uno, embarcaron en el puerto de Vigo rumbo a la Argentina.

Cédulas de identificación de Toribio y Alfonsa (inscrita erroneamente como Ildefonsa), con el sello de enbarque de Vigo Cedida

–¿A qué lugar de la Argentina fueron y en qué y en qué trabajaron?

–Llegaron al puerto de Buenos Aires en noviembre de 1910 y partieron en tren hacia el interior de la provincia de Buenos Aires, donde las ricas tierras de la llanura prometían excelentes cultivos de cereales y de altas pasturas para el ganado. En la ciudad de Colón, arrendaron un pequeño lote de campo donde cultivaron maíz y trigo, criaron unas pocas vacas y cerdos e hicieron su huerta. Alfonsa parió allí 7 hijos, se ocupó de las labores domésticas, de hacer la matanza, las conservas, el jabón, ordeñar las vacas mientras los niños fueron pequeños, en épocas de cosecha ayudaba con los pesados sacos de mazorcas que se depositaban en la troja. Años después, con los préstamos que otorgaba el banco del Estado, Toribio pudo comprar 350 hectáreas de campo. Levantaron un galpón para herramientas, una casa por primera vez con piso de ladrillos y baldosas, sembraron las moras a su alrededor para que dieran su sombra en los calurosos veranos, hicieron su jardín, levantaron su cerco de ligustros, organizaron su huerta con sus frutales y su molino para el agua. Cuando murió Toribio, por dolencias del corazón en 1948, Alfonsa compró una casona en la ciudad y se mudó con Josefa (mi madre, que estudió cocina y costura) y Francisco que aún eran solteros. En esa casona nací yo y viví con mis padres y ella hasta su muerte en 1967.

Mis abuelos llegaron a Buenos Aires en noviembre de 1910 y partieron en tren hacia el interior de la provincia

–¿Qué recuerdos guarda de sus abuelos?

–A Toribio no lo conocí y de Alfonsa atesoro los recuerdos hasta mis 7 años cuando ella falleció. Estuvo ciega sus últimos años y debíamos acompañarla. Era muy bondadosa, hablaba con dulzura y lentitud. Tomaba mi mano de niña, muy fuerte y me decía vamos, hija, vámonos a pasear que la vida es un suspiro.

–¿Le hablaba de Pereruela?

–No recuerdo que ella me hablara de Pereruela (yo era muy niña), lo que si recuerdo muy bien es que en verano, al atardecer a ella le gustaba sentarse en el jardín, bajo un alto naranjo, y me pedía que regara la tierra alrededor. Ella aspiraba muy profundo cuando comenzaba a sentirse el aroma de la tierra mojada. No sé, si ese olor le traía recuerdos del barro de Pereruela o sólo le gustaba por otras razones, pero era casi un ritual diario.

–Al nacer tus abuelos en el seno de familias alfarero-arriera y habiendo hecho ella cacharros de joven, ¿nunca se habló en casa de ese vida familiar que habían dejado atrás?

–Sobre la historia de la alfarería en mi familia, yo lo supe por mi madre que me contó mucho después de la muerte de Alfonsa, cuando inicié mis estudios de arte. Estábamos en el jardín y le pregunté de dónde provendría esa vena artística y mi inclinación por la cerámica. Recién entonces ella me dijo: sigues los pasos de la abuela que era alfarera cuando joven. Recién ahí, descubrí una Alfonsa desconocida para mí. Alfonsa le había contado que en Pereruela amasaba el barro y que cada semana (o una vez al mes no estoy segura) bajaba con su padre (mi bisabuelo) por el camino hasta la ciudad, llevando el burro cargado de cacharros para vender en la feria.

(No es para menos -le cuento-. Antepasados de sus abuelos como José Redondo, y Lucas Porto Carnero, estuvieron presentes, el primero con crisoles en la primera Exposición Universal de Paris de 1855, y en las demás de París y en la de Viena del siglo XIX el segundo, también con crisoles, además de otras piezas.)

Siempre sentí una gran ternura por Alfonsa. Sus cabellos canos, atados en rodete, sus ropas oscuras

–¿Qué sentimientos despertaban en usted?

–Siempre sentí una gran ternura por Alfonsa. Sus cabellos canos, atados en rodete, sus ropas oscuras por su eterno luto por Toribio, su delgadez, su piel tersa, muy tersa y sin arrugas, sus hermosos ojos grises perdidos en el pozo de su ceguera y su expresión de tristeza infinita, pero a la vez de enorme paz interior.

–¿Añoraban volver algún día?

–Creo que ella ya se había resignado a no volver desde que Toribio falleció.

–¿Por qué otros Redondo volvieron de Argentina a Pereruela y sus abuelos no?

–En los tiempos en que ambos estaban juntos, no tenían el dinero para semejantes viajes. Además durante los años de la guerra no podían viajar y una vez finalizada, Europa estaba destruida y Toribio aquejado de su enfermedad coronaria.

–¿Qué sintió al hacer el camino inverso que ellos nunca hicieron: Argentina-Pereruela?

–El día que vi Pereruela por primera vez, que caminé por sus angostas calles, sentí que el corazón me iba a estallar. Era un día gris, de niebla baja y silencio profundo como Alfonsa había descrito los inviernos a mi madre. Había un palomar, las casas de piedra, los musgos pegados a los cercos al reparo del viento, el color de la tierra, el pastor con sus perros arreando las ovejas para ponerlas bajo techo. Caminé sola y en silencio largo rato para asimilar todo ese pasado, para comprender palpablemente que mi historia no comenzaba en la pampa argentina, sino mucho más atrás en el tiempo, en la tierra de Pereruela con mis ancestros. Pensé en mi madre y lo que a ella le hubiera gustado estar allí. Pensé en Alfonsa y en lo que hubiese dado por volver a ver a su familia perigüelana antes de morir. Y por último, conocer a la familia Carnero y a la familia Redondo.

–Su pasión por el café le ha llevado por diferentes países cafeteros del mundo, has conocido a sus gentes y sus costumbres, culturas ancestrales y problemas actuales…Todo eso lo has convertido en un manifiesto y nueve relatos de ficción basados en hechos reales en tu libro recién aparecido, “Yo Cafeto”. ¿Un día su corazón le dictará a su pluma acerca de tus abuelos?

–Pues, claro que sí. Mi corazón hace tiempo que va dictándole a mi pluma, palabra tras palabra, la historia de su epopeya, de su valentía al lanzarse al mar hacia una tierra extraña y tan lejana sin más recursos que sus manos, sus sueños y su tesón. Mi pluma, poco a poco, va transformando en palabras el enorme respeto y orgullo que siento por mis abuelos perigüelanos. Aspiro a decirles con mis textos que, de alguna forma, a través del recuerdo de su nieta ellos caminan otra vez las calles de Pereruela y hunden otra vez sus manos en el barro. Decirles que descansen en paz porque han vuelto a casa, 100 años después.