Maestro con vocación literaria, Manuel Sanabria Carretero –Figueruela de Abajo– presenta un nuevo libro donde se adentra en las vivencias de la niñez en un pueblo del oeste zamorano. “Cuando el cuco canta. Jeiras y Joldrias” retrata un pueblo vivo, donde reinaba el respeto a la naturaleza, a los animales como parte de la familia y a las personas mayores, referentes por su sabiduría, esfuerzo y sacrificio.

“Los pueblos necesitan un grito, una llamada de atención para no dejarlos perder”

“Los pueblos necesitan un grito, una llamada de atención para no dejarlos perder” Irene Gómez

–“Cuando el cuco canta” se adivina como un viaje a la infancia con tintes personales.

–Quizás el primer objetivo es la evocación a la tierra y a la vez quería dar un toque de inocencia a esos recuerdos y vivencias. La infancia permite ese juego.

–Pepe, el protagonista, es un niño de un pueblo de la frontera, al lado de Mahíde, el escenario de sus primeros años.

–Sí. Cuando quieres expresar ciertas vivencias y describir las emociones y los sentimientos, te centras en algo concreto que acaba siendo lo más conocido, lo que has pisado; consigues captarlo mejor.

–¿Cómo ha sido el camino, la idea para este nuevo libro?

–Alguna gente me lo pidió, me decían, a ver cuándo escribes algo de por aquí. Y al mismo tiempo la infancia es un periodo de la vida que en mi caso ha cambiado mucho en nuestra sociedad, la manera de producir lo que consumimos, la manera de trabajar. Prácticamente es como un carpetazo a esas vivencias, aunque todavía perduran a través de las personas que lo han conocido y ha formado parte de su vida. La pena es que se pierden esas referencias reales y simplemente te quedan los recuerdos y algunas imágenes en fotografías.

–Describe una infancia muy rica de experiencias, motivaciones, ilusiones.

–Sí, y me da pena que eso se pierda. Sin embargo aún quedan valores de aquel modo de vida que incluso hoy se reclama y está de moda. La relación del hombre con la naturaleza, el trabajo muy pegado a la tierra, la producción de una manera respetuosa. Se trataba bien a las plantas, a los animales, teníamos una relación muy estrecha con la naturaleza. Era un modo de vida muy ecologista, casi podemos decir que fuimos unos adelantados.

–A lo largo de los relatos resulta significativo el respeto que se tenía a los mayores, personas que han sido referentes, como un candil en la vida.

–Siempre recuerdo que con los que mejor me entendía de niño era con los de mi edad y con los abueletes; teníamos largas conversaciones y nos entendíamos perfectamente. Los mayores atraían a los niños y es verdad que se ha perdido esa referencia porque ahora las familias son más independientes. Además la pandemia ha acentuado la distancia con los nuestros.

–En este contexto, Julio Llamazares habla de “los últimos balbuceos” de una cultura y una forma de vida ejercida por una generación irrepetible.

–Claro, y hay cosas que es una pena que se pierdan; por ejemplo expresiones, el lenguaje, palabras, giros, maneras de denominar las cosas con un matiz muy propio. Son como joyas arqueológicas del lenguaje. Cuando encontramos alguna moneda antigua o una pequeña pieza en una finca o en un yacimiento arqueológico lo alabamos muchísimo y, en cambio, están estas pequeñas cosas que tienen el mismo valor y no le damos esa importancia.

–¿Por eso el guiño en el título del libro con la referencia a “jeiras y joldrias”?

–Sí, fue precisamente para situar el libro porque yo se que la gente de Aliste, cuando lo vea, le va a decir mucho de lo que hay dentro.

–También destaca la relación que había con los animales, se describe muy bien con los relatos de la novilla o el pavo.

–Era una sociedad muy curiosa porque los animales, como la novilla, formaban parte de la familia. Yo recuerdo a mucha gente que, cuando llegaba la época de la matanza, lloraban ese día porque habían alimentado todo el año al cerdo y se establecía una relación muy personal. O cuando venía un tratante y se llevaba el ternero, desaparecían de casa porque no lo querían ver cargar en el camión. El animal se estresaba, marchaba a disgusto, se le notaba. Había una relación muy cercana, como de la familia.

–El descubrimiento de la ciudad aparece como un acontecimiento hace solo medio siglo.

–Claro, es que ir a Zamora era ya un salto, una escala de prestigio social impresionante entre los amigos. Desde luego sabíamos perfectamente quién había ido a la capital y quién no.

–Hoy esto se lo cuentas a un niño o un adolescente y no da crédito, un ejemplo más de cómo han cambiado las cosas en no tantos años.

–Ha sido un cambio brusco y tremendo. Hace poco leí en un libro que la edad antigua terminó por los años 60 en España y tenía razón si observamos toda la herencia que hemos recibido. Desde el Imperio Romano y a lo largo de la Edad Media se han venido haciendo determinadas cosas igual. La gente araba en Aliste con el arado romano, algunos lo sustituían poniendo unos orejones de hierro pero era el mismo. Y de golpe y porrazo en los años 70 desapareció. Todo empezó a cambiar de manera brusca.

–Ahora hay una mirada hacia lo rural, ¿cree que será efímera o ha venido para quedarse?

–Yo creo que esos valores que subyacen en el libro pueden volver a ser asumidos por gente que quiera vivir allí, produciendo, trabajando de otra manera, incluso con las nuevas tecnologías y nuevos trabajos. Esos valores darían un impulso a ese territorio, una reserva que sería bueno poner en valor y difundir. Es una pena que todo ese patrimonio se pierda porque ofrece la posibilidad de vivir en un contexto muy agradable como es Aliste. La pandemia ha descubierto nuevas maneras de trabajo a distancia que hacen posible que ciertas actividades se puedan llevar a cabo desde los pueblos y con una calidad de vida que no tienes en la ciudad.

–La identidad de todos esos pueblos pervive a través de las personas mayores, una generación que resiste y que cuando desaparezca se lleva muchas cosas. ¿Qué va a ser de todo ese poniente cuando esas personas que hoy lo ocupan ya no estén?

–La tierra ha cambiado, pero el paisaje perdura en la memoria de la infancia. Aunque las personas mayores de 70 años tienen más recuerdos y vivencias, mi generación también vivió eso. El cambio fue posterior, a partir de los año 70, cuando se produjo el gran éxodo. En cambio la infancia era una continuidad de la vida tal y como la vivieron nuestros padres y abuelos. En ese sentido mi generación es una privilegiada porque bebió de las dos vertientes, lo vivimos como era y la transformación que se dio.

–Llegó la gran emigración, se quedaron los padres pero se fueron los hijos, ¿tan necesario era?

–Existía un factor económico muy importante, había que trabajar mucho para producir poco y ganar poco. Era una economía de subsistencia que no daba para todos. Y después estaba el ejemplo de los que se habían ido, es el caso de América donde a la gente le fue muy bien; luego a Europa y luego la interior, a Bilbao, Madrid... Todo el mundo veía que a quien se marchaba le iba bien, incluso los hijos tenían otras oportunidades en la ciudad. No solo fue por lo económico, también había que pensar en el futuro de los hijos.

–¿Cómo atisba el futuro del territorio rayano, despoblado?

–Lo veo con optimismo y esperanza. Vamos a tener una zona paisajística extraordinaria, mejor que antes. De hecho ya lo es ahora. Están surgiendo unos bosques maravillosos, tenemos animales salvajes que también es un recurso, la producción en plan ecologista. En cuanto a la despoblación, es general, incluso afecta a las ciudades.

–Se antoja toda la obra como un ejercicio de añoranza.

–En el fondo es una intención que me latía, es como un grito, una llamada de atención. Porque es una pena que dejemos perder a nuestros pueblos, por eso mi intención también es darlo a conocer para ver si entre todos podemos hacer algo. Esa inquietud late en mi.