Dominga García González cumplió 102 años el día 3 de febrero, festividad de San Blas, en su casa de Ferreros, en el municipio sanabrés de Robleda-Cervantes. Una decena de vecinos, entre ellos tres de sus hijos, asistieron a una misa –sobradamente separados- de aniversario en la iglesia parroquial. Esta veterana centenaria suele obsequiar a sus vecinos con las rosquillas de San Blas, tradición que también cumplió. Una reducida comida familiar, con sus hijos convivientes y una vecina que está a diario con ella, fue toda una celebración en los tiempos que corren, que no son peores que los que ha vivido Dominga.

La suya ha sido una vida dura y llena de anécdotas desde su nacimiento, cuando se quedó sin padres, hasta el momento presente que ha superado el COVID con 101 años y sin ningún síntoma, casi lo pasaron peor los tres hijos que actualmente la acompañan. Se casó con 17 años -15 si se atienen a la edad oficial y no la real que eran 17- con Ildefonso Rodríguez García y tuvo cinco hijos: Francisco, Jesús, Miguel, Luis y Vicenta, además de una niña que falleció a las pocas semanas de nacer. Tiene 9 nietos y 11 biznietos.

Es, en el capítulo de anécdotas, de las pocas mujeres que legalmente puede quitarse dos años y celebrar su cumpleaños dos días seguidos, el 3 y el 4 de febrero. Todo ello porque tardaron dos años en inscribirla en el registro municipal, el 4 de febrero de 1921, cuando había nacido el 3 de febrero 1919 en y fue bautizada a los tres días de nacer, y fue inscrita puntualmente en el libro de bautismo de Paramio, que es su pueblo.

Su padre falleció repentinamente después de beber un vaso de agua fría cuando todavía no había nacido y se olvidaron de apuntarla. Su madre falleció poco después tras sufrir la cornada de una vaca. Pasó a vivir con su abuela, que también falleció. Pasaron a hacerse cargo sus tres tíos. Cuando uno de ellos, José, fue a inscribir a un hijo suyo se percataron de que Dominga no estaba inscrita. “Cuando fueron a apuntarla a Robleda, ya caminaba”. Antaño los hijos varones se inscribían inmediatamente pero a las niñas “las inscribían cuando tenían que ir a hacer otra gestión al Ayuntamiento”. Al ser huérfana sus tres tíos se turnaron para hacerse cargo de ella y la mandaban de pastora con el ganado, con los animales, también a turnos. Trabajo no le faltó “vacas, ovejas, cabras y hasta burro” recuerda Dominga.

Junto a su hija, que muestra una foto de Dominga más joven en el móvil.

Junto a su hija, que muestra una foto de Dominga más joven en el móvil.

Sembrar centeno y lino y ponerlo en el Reguero “a refrescar” para que macerara y poder hacer la fibra para tejerlo, fueron algunos de sus trabajos diarios en el campo. Con una infancia con unas vivencias tan extremas ni remotamente pudo ir a la escuela y “lo único que tuvo de niña fue hambre. Cogía chichos del adobo, un puñadico en crudo, y se escondía para poderlos comer” relatan sus hijos.

Su tío Manuel, conocido por el apodo familiar “Los Castricos”, se llevaba mal con otro vecino del Pueblo. Manuel tenía un toro y este vecino le pegaba. En cuanto lo veía el toro se iba a por él. Lo que no es habitual es que un toro siga a una persona “por las pisadas como si fuera un perro”. Y este toro lo hacía. Manuel cuando veía pasar a su vecino abría la puerta para que el toro saliera detrás de él. Lo siguió hasta su casa, subió las escaleras de un segundo piso y detrás el animal, cruzó el pasillo de la casa y el toro detrás salió a unas eras en la parte trasera. Un comportamiento inaudito para la vecina de Dominga. El toro también se enfiló con la niña Dominga, encargada de llevar al animal cuando alguna vaca andaba al celo.

En una de estas ocasiones cuando la vaca parecía que había terminado la faena, le mandaron llevarse el toro “se ve que se lo estaba pasando bien y no quería que lo encerraran”. Con las miras puestas en la niña y la preocupación de que algún día el toro hiciera algún descalabro lo quitaron de en medio. Su vecina espera oír de Dominga este relato que cuentan sus hijos porque le cuesta dar crédito al comportamiento del animal.

Es una mujer que retiene la belleza que tuvo de joven, especialmente unos ojos de un azul excepcional y una piel blanca, con una sonrisa sencilla pese a estar un poco retraída ante algún desconocido. Cuando se casó ella tenía 15 años por el registro civil, y 17 por el registro de pila, y su marido, que era de Ferreros, tenía 30 años. Era el tendero y como tenía algo de carnicería, recorría los pueblos llevando carne –Paramio estaba cerca, era el pueblo más cercano-. “Siempre la veía con un polisonico (una prenda del atuendo femenino) roto y unas zapatillas gastadas”.

Ildefonso le dijo con determinación a uno de sus tíos “me caso con la niña” y cuando le preguntó a ella “¿te quieres casar conmigo”, ella respondió son soltura “¡A mí me da igual!”. Sus hijos señalan que ahora, con el paso de los años, es cuando se da cuenta que no vivió lo más bonito de la edad “y echa de menos el tiempo de juventud que no tuvo. Ha tenido mucha suerte porque mi padre la trató muy bien, muy bien y fue muy cariñoso con ella, y la cuidó mucho”.

Aprendió a leer y escribir perfectamente al mismo tiempo que sus hijos. Cuando Raimundo su cuñado, ayudaba a los niños con los deberes del colegio, “ella decía ¡Yo también! Y mi tío le decía así, así y así”. Siempre firmó con su propia firma, sin dedo ni nada. Las mujeres de los pueblos se avergonzaban cuando a la hora de firmar lo tenían que hacer con el pulgar, evidencia de su analfabetismo.

Sus hijos se asombran de su fortaleza porque se contagió del COVID pero fue muy leve y la ingresaron más “por la edad que tenía”. Ahora en casa de Dominga esperan que venga la vacuna y si es necesario que vengan todos los soldados que vacunan a todo Sanabria. La actualidad marca la agenda en todos los pueblos.

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