Sí, don Miguel, que el Juan Gualberto, el Barbas, tenía más razón que un santo. En la caza y en otras cosas de la vida valen más las vísperas que las fiestas. Pues claro, que los cazadores somos unos ilusos que seguimos saliendo al campo pensando que vamos a ver polladas de quince y no, si acaso alguna perdida y solitaria en los pelados gredosos que te ve a cien metros y sale como un veneno. De cuando usted cazaba con el Barbas hasta hora, es casi lo único que se mantiene, la ilusión. Perdices de las buenas, de las que apeonan casi más rápido que vuelan, pocas, y liebres, ya ve, ahora con mixomatosis, ¿quién lo diría entonces? Los ojos como nueces, pobres, antes solo era cosa de conejos, que hasta en los barbechos aparecían espatarrados.

Usted creía que ya entonces la caza estaba en las últimas, pues no. Ahora hemos caído al pozo, a los cazadores nos tratan como apestados. Si en algunos círculos dices que te vas al campo a matar animales, uf, escóndete, que te caen chuzos de punta. Nos llaman trogloditas, pero no en el sentido que lo decía don José Ortega y Gasset, eso de que el cazador “puede darse el gusto durante unas horas o unos días de ser paleolítico”, no. Lo dicen como insulto. Hasta asesino se atreven a llamarte. Y no pasa nada porque se amparan en las leyes, esas que hacen en las ciudades los que creen que los animales son unos santos y debían tener todo el campo libre para correr y comer, hasta los sembrados.

Cierre de cotos

Esto se está acabando y no porque haya cada vez menos piezas, que también. La quieren prohibir. La caza mayor tiene sus defensores de alcurnia porque dicen que cuando se abaten cochinos y ciervos se evitan accidentes de tráfico y daños en los cultivos, pero la menor lo tiene más difícil, solo (ya ve, ahora no se acentúa, cosas de la Academia) los conejos están mal vistos porque comen todo lo que pillan. Patirrojas y rabonas, uf, no sé, no sé.

Y que no se te ocurra ahora tirarle a lo que antes llamaban alimañas. Si te cargas una rapaz, oye que no te vean, que te la juegas. Mire lo que ocurre en aquellos cotos donde aparecen animales envenenados (que malditos sean los que siguen utilizando la estricnina), que te los cierran, da igual quien haya sido. Que a lo mejor han venido los de al lado a hacerte la faena. Pues nada, para qué investigar. Si hay un asesinato en el pueblo, hala, todos los vecinos a la cárcel. Dicen que la clausura no es un castigo, que es para que tengan tiempo las especies de recuperarse, toma ya.

¡Cómo han cambiado las cosas, don Miguel! Hasta la filosofía de la caza, ahora está sustentada en la renuncia. Cuando usted cazaba con el Barbas y ese perro viejo ya sin vientos, que “apalpaba” y se quedaba como un muerto ante el carrasco con bicho, salían de madrugada y estaban hasta que la tarde entregaba la cuchara y se ponía reventona. Ahora no, ahora hay horarios y cupos. Hay que llevar una libreta –o apuntarlo en el móvil- de los sitios en que se puede cazar, qué especies, qué días, cuántas piezas. Cuando usted volvía al pueblo con el Juan Gualberto lucían perchas gordas y lustrosas. Hoy, al menos donde yo cazo, en Sanzoles, dos perdices y no te pases. Pero que nunca las cazas porque las pocas que hay saben álgebra y más en diciembre, que solo las podemos abatir los domingos del último mes del año.

Freno de las repoblaciones

El sistema de cotos se ha impuesto. Más de seiscientos hay en Zamora. Son tan pequeños que en algunos no caben los cazadores, pero es lo que hay. Es la única manera de conservar este ejercicio, imprescindible para mantener un equilibrio de las especies, hay que realizar una gestión adecuada, mimar las piezas, procurarles fuentes con agua durante todo el año, ¡hasta sembrarle cereales en mitad del monte! A veces tampoco consigues mucho, porque los sembrados se siguen tratando cada vez con más potingues químicos.

Menos mal que en muchos cotos se han frenado las repoblaciones. Si no hubiera ocurrido así, ya no habría patirrojas, las de verdad, esas que aletean como las turbinas de un barco, esas que te ponen a cien cuando las oyes salir como obuses entre la maleza buscando el perdedero. Eso no se ha evaporado. Ocurre lo mismo que cuando usted cazaba en pagos del corazón de Castilla y de León (ay, don Miguel, cada vez somos menos en esta tierra, que se está muriendo y somos incapaces de frenar la despoblación, no contamos para nada en España!).

Oyes el claclaclá y el cuerpo se te pone en el disparadero, en tensión, pero una cosa le digo: hay cazadores que cuando ven caer la pieza sienten cierta desazón, es como si les invadiera un sentimiento de arrepentimiento: la ves ahí a la patirroja, tan bonita hasta de muerta, un bodegón recién pintado, decía usted. Pero ya ve, si se lo cuentas a un “anti” te llama asesino con mala conciencia. Y si me apuras también salvaje y fascista, que esta palabra está de moda en el país, en un país que casi no es. Qué pena, don Miguel, que estemos así.

El virus manda parar

Y ahora hasta nos han prohibido la hora del taco. El virus ha llegado y ha mandado parar. La pandemia ha impuesto la distancia social, no nos podemos juntar con otros cazadores. Vas solo, deambulando por el campo, pateando barbechos, testeros y eriales. Tienes que entretenerte en otras cosas. Recordar, por ejemplo, lo que usted dijo que escribió Ortega, que el motivo principal de que en el mundo se cace es que siempre ha habido escasez de piezas. Pues será verdad. Como que la ilusión es lo que nos mantiene y las ganas de fundirnos con la naturaleza, de estar solos en medio de la nada.

Yo sé que usted apuntaba las perdices que abatía en una libreta, que vi la hoja en una exposición que se hizo aquí, en la Casa de Cultura de Zamora. Ahora no, no hace falta cuaderno. Hay cazaderos que pasan en blanco. Por eso cuando se da un lance intenso, de esos que hay que perseguir a la patirroja ladera abajo y monte arriba, no se te olvida, te queda grabado con todos los detalles. No hay pájaro más listo, verdad. Y eso que está gordo y es alicorto. Solo ofrece una ventaja, ese canto que emociona y que lo localiza en el mapa más escondido: Co-re-ché, co-re-ché... “Mira tiene que estar abajo, en la gavia de La Calabaza”.

Lo que más ha cambiado de la caza menor con escopeta es eso, la escopeta. Si usted luciera ahora la paralela que tenía, seguramente una Jabalí de hace mil años, lo mirarían por encima del hombro. Eso ha ido a más, los cazadores cada vez son más presumidos. Semiautomáticas y superpuestas de marcas extranjeras como Browning, Benelli o Beretta, eso es lo que se lleva ahora. Ese interés en llamar la atención debe ser cosa de la inexperiencia. Eso sí, los jóvenes del ámbito rural siguen sintiendo la llamada de la caza, es como un mandamiento genético que aún no se ha roto.

Don Miguel, salude usted a Juan Gualberto, el Barbas, y le responda a la pregunta de qué tienen las perdices que no tengan las mujeres, con la que quería explicar la atracción exagerada que sienten los cazadores por la patirroja. La respuesta es la no respuesta, la que usted no le dio entonces. Muchas mujeres se han hecho cazadoras para saberlo. Con Dios, don Miguel.