La luz brillante del recién llegado septiembre entra por la ventana que da al sur iluminando sin prisa la paz de una mujer con sus manos abrazadas descansando sobre el regazo. Toda la estancia es quietud y silencio. La chimenea también descansa ahora; no hay en ella troncos ni leña y en la pared colgadas esperan las “tenaces” y el fuelle. El invierno aquí, en esta tierra, no tardará en venir con tardes y noches frías. El gato blanco, ya viejo, dormita confiado a los pies de Josefa. Estamos en Palazuelo de Sayago, a 3 de septiembre de 2020.

–Hola Josefa, he venido a verla porque me han dicho que hoy cumple cien años y me gustaría que me dijera si hay algún secreto para llegar como usted a esta edad.

–¡Qué secreto va a haber! Ninguno.

–Sus padres también vivieron muchos años?

–Sí, también pero no tantos.

–¿Cómo se llamaban?

–Mi padre era Domingo Alfonso y mi madre Ángela Gejo. Fuimos tres hermanos: Laura, Manuel, y yo que nací el tres de septiembre de 1920. Laura me llevaba seis años y Manuel tres.

─–¿Cuántos niños nacieron en Palazuelo aquel año de 1920?

─–Nacieron ese mismo año cuatro mujeres y cuatro hombres. Esos, que me acuerde yo de oír decir. Pero por lo menos nació otro que se murió luego y que también se llamaba José. El mismo día que a mi, bautizaron a otra niña que también se llamaba Josefa y a un niño que se llamaba José y que fue el que se murió. Mira, los tres “Josefos”. Dos Josefas y un José. De todos, ocho vivimos hasta mayores. Ahora sólo quedo yo.

–¿Qué recuerdos tiene de niña y de la escuela?

–A la escuela yo casi no fui. O si fui algo muy poco debió ser, porque no me acuerdo. Lo poco que aprendí me lo enseñó mientras cuidábamos las ovejas Agustín Villar, que él sí que sabía mucho, y me enseñó a leer y a escribir mi nombre. Después, con el tiempo, yo sola que tenía buena cabeza, fui aprendiendo algo más pero a la escuela no me dejaron ir. Me acuerdo que había una maestra, doña Pura, que decían que enseñaba poco pero que pegaba unas palizas que “pa qué”. De eso sí me acuerdo. A mi como no fui a la escuela no me pegó pero sí lo sentí decir.

–¿Cuántos años tenía cuando empezó a cuidar la ovejas?

–Con once o doce años ya andaba yo sola con las ovejas y a temporadas hasta dormía con ellas. Mi hermana Laura, que era la mayor, ayudaba más en casa y mi hermano Manuel andaba con mi padre arando y haciendo otras jeras. Ovejas nuestras no teníamos más que unas cincuenta, pero cuidábamos las de otros para poder estercar algo más de tierra. Mucho miedo pasé por el monte con las ovejas. Cuando se hacía de noche todos los sombrajos parecía que se movían. Y también me daba miedo de unos que llamaban los andadores y que decían que andaba un hombre que corría detrás de las mujeres. De eso me daba a mi buen miedo.

–Y en las fiestas, ¿como se divertían?

–¡Bueno sí, a las fiestas a mi no me dejaban ir! Como hacía poco que habían “engañao” a una muchacha que tuvo un niño, a mi me decían que eso pasaba por ir a las fiestas y no me dejaban ir. Resulta que en las fiestas había mucho peligro pero para ir a cuidar las ovejas no pasaba nada.

–¿Qué edad tenía cuando se casó?

–Me casé con Rafael con veinte añicos. Él me llevaba diez. Mis padres querían que me hubiera casado con otro que a ellos les parecía mejor, pero yo les dije que yo al otro no lo quería y que me casaba con éste. Y sí, me hicieron caso. Pero al principio lo pasamos muy mal. Estuvimos viviendo en casa de sus padres una temporada y no estábamos nada conformes. Después vivimos unos años en una casa arrendada hasta que hicimos esta y aquí ya estábamos mejor. Pero nos costó mucho hacerla. Hubo que trabajar mucho. Rafael se puso muy malo y estuvo cinco años que no valía para hacer nada. Así que todo lo tenía que hacer yo. Después sí se fue arreglando. Nosotros no tuvimos hijos y gracias a que la familia y los sobrinos nos ayudaron, que sino... Había días que yo casi ni me acostaba porque no daba hechas las jeras. Menudas sofoquinas pasé. A veces en el verano sólo me tumbaba un ratico en la cama para descansar algo sin quitarme la ropa siquiera.

–Y ahora, ¿cómo se encuentra?

─–Algo sola. Pero me vienen a cuidar las sobrinas y estoy bien. Yo le digo que quiero mejor estar aquí que en la residencia y aquí estoy. Tenía un perro que me hacía mucha compañía, pero se me murió el otro año y ahora sólo me queda este gato y otro que pronto vendrá, porque sabe que es la hora que me traen la comida. Lo peor es que hace años que perdí casi del todo la vista. Me operaron en Zamora, pero algo no hicieron bien que tuve que marchar a Salamanca y allí tampoco pudieron ya arreglármela. De un ojo no veo nada y me duele, y del otro sólo veo como resplandores. La televisión, si me arrimo mucho a ella veo algo que se mueve pero como conozco por la voz a la gente ya se lo que hacen. Me gusta mucho la novela esa de por las tardes, esa que se llama, “Acacias 38”. El oído gracias a Dios lo tengo bien y a la gente por el hablar la conozco “escapao”.

–Haciendo balance de sus cien años, ¿que es lo peor que recuerda?

–Malo, el trabajar mucho y el haber tenido siempre miedo a cosas. Cuando la guerra que mataron a unos ahí en Fariza y decían que venían por los caminos con un coche y se llevaban a la gente yo me acuerdo que venía de las ovejas por la noche saltando paredes para no andar por los caminos. El miedo es muy malo.

–─Y, ¿de qué tiene mejores recuerdos?

─–Lo mejor que me ha pasado es haber vivido con Rafael, mi marido. De primero luego nos quisimos mucho y mientras estuvimos los dos eso era lo mejor. Los dos trabajamos mucho, estuvimos muchos años uno al pie del otro y aunque pasamos de todo, nos dábamos fuerza uno al otro. Pero ahora ya, cuando Dios quiera...

(Sobre la mesa camilla un pequeño reloj dice con voz digital: “son las catorce horas y cero minutos”. El gato blanco como si supiera de horas digitales hace un gesto y se despierta).

–Son las dos, pues pronto me viene una sobrina con la comida. Hay días que me la hacen aquí y otros la traen hecha de su casa. Me cuidan muy bien. Acaso mejor de lo que yo merezca”.

(Se oye el chirriar de la vieja puerta en el corral y al momento entra Sofía envuelta en un grato aroma de comida recién hecha. La cazuela no es muy grande, porque Josefa ya come poco. Detrás viene el gato que estaba esperando la hora del almuerzo al sol del alero. Me despido de Josefa. Sus ojos, que tienen la mirada prohibida y no dejan pasar la luz, dejan sin embargo que un par de lágrimas asomen suavemente y poco a poco, acabarán bajando hasta tocar las manos abrazadas con sus cien años de trabajo, de fatiga y de vida).