Jesús Villar Pascual, hijo de Santiago y María, nació en el seno de una familia de pastores en Palazuelo de Sayago. En ese ambiente de animales y oficios varios curtió su niñez, aunque desde bien pequeño exhibió una curiosidad insaciable por la “tecnología”, que en aquellos años de posguerra no iba más allá de un reloj, un arado o una radio como la primera que montó siendo un chaval. Su casa, llena de aparatos y aperos, es un vivo retrato de la trayectoria vital de este “sayagués ilustre”, titulo que le acaba de otorgar la Asociación de Empresarios de Sayago. Ajeno a protagonismos, prefiere trasladar el reconocimiento “a quienes nos dejaron este legado tan extraordinario en nuestros pueblos”. Por eso la obsesión de este técnico de radio y televisión jubilado, en sus ratos libres documentalista y estudioso del acervo sayagués, es ver hecho realidad un museo etnográfico de Sayago que inmortalice toda una cultura y vida labrada por las generaciones precedentes a base de esfuerzo. “Los nuestros no sabían de paro; cuando no tenían trabajo, levantaban paredes” reflexiona.

–Jesús Villar, sayagués de pura cepa, siempre orgulloso de sus orígenes. Todo empezó un 24 de diciembre... 

–Así es, nací el día de Nochebuena de 1946 en Palazuelo de Sayago en el seno de una familia de pastores. Mi padre era carpintero, herrero, pastor… Yo lo que más recuerdo es ver a mi padre y a mi madre en la lucha diaria de cuidar las vacas, las ovejas y hacer todas las labores. Mi padre llegaba a casa y se ponía a hacer arados, cañizas o féretros. Recuerdo noches de oír un golpe a la puerta de casa y levantarse mi padre a hacer una caja porque había muerto alguien.

–Su padre era entonces una persona inquieta y con habilidades para hacer un poco de todo.

–Un hombre pequeñito, muy nervioso y listo. En cuanto tenía necesidad de unas puntas o una lima iba encantando a Zamora. Cuando volvía se notaba que había visto otro mundo. La primera vez que me llevó a Zamora era yo muy niño, igual con 4 años, para quitarme las anginas y aprovechó para enseñarme el tren. Yo era feliz.

–¿Cómo era ese Palazuelo donde nació y se crió?

–Sobre todo un pueblo absolutamente lleno, no había ninguna casa vacía. Vivíamos en la zona de arriba y en la peña Raposera, donde los niños resbalábamos y nos metíamos por las gateras de la zorra, allí me dejaban cuidando unos corderitos; desde lo alto contaba las chimeneas del pueblo que al oscurecer empezaban a echar humo; recuerdo contar hasta 21. Para mí entonces era un pueblo lleno de vida, con sus fiestas y 40 críos en la escuela. Lo demás era lo típico de la época, besarle la mano al señor cura, obedecer al maestro y echar una mano en casa.

–El detalle de las chimeneas lleva a pensar en que era un niño curioso y observador.

–Desde siempre. Tuve además la suerte de tener a mi tío Fidel, que estaba en Madrid y cuando volvía cada año me traía juguetes y libros. Él es quien me trajo el primer bolígrafo que entró en el pueblo, un Bic. El día que fui a la escuela con él yo era el rey porque además me regaló varios cuentos y libros, y hasta un cochecillo que había que montar y un trenecillo que iba por la vía. A mi eso me volvía loco. Luego empecé a dibujar en el suelo, en los caminos, donde podía porque no tenía papel. Cuando mi padre me traía algún cuaderno yo dibujaba hasta en los perfiles porque había que aprovechar toda la hoja. Siempre me ha gustado dibujar.

–¿Cómo influyeron esas personas en su niñez y en su trayectoria vital?

–A mi padre le debo la inquietud, pero mi tío Fidel y el señor Agustín, de Villar del Buey, que venía a arreglar relojes, fueron para mí unos referentes. El señor Agustín llegaba con una motillo y yo me clavaba a él para ver cómo desmontaba un reloj o un arado, porque era la única mecánica que se podía ver aquí. ¡Como me gustaba!, desmontaba el reloj, lo metía en una caja con lucilina y me decía, ahora coges una pluma de gallina y me limpias todas las piezas. Yo disfrutaba haciendo tecnología. Él y mi tío despertaron en mí una ilusión tremenda por lo que me gustaba. Cuando mi padre me decía “a las ovejas”, a mí eso se me hacía duro. En cuanto empecé a hacer el curso de radio y a tener libros, las ovejas quedaban a un lado.

Cómo consiguió en aquellos años, a principios de los 60, hacer un curso de radio, siendo un niño y encima en un pueblo apartado de la gran ciudad.

–Como tenía tanta inquietud le pregunté al cartero, el señor Pablo que venía con su bicicleta, cómo podía aprender algo más. Y me trajo unos folletos. Aquí solo estaba la radio que tenía el cura y allí íbamos el día de Navidad a escuchar la lotería. Entonces empecé el curso de radio en el año 1962 y aunque duraba dos años, yo lo hice en ocho meses. Tenía mucha prisa por terminar y cuando lo acabé, la primera noticia que escuché fue sobre la crisis de los misiles en Cuba, con los rusos y americanos. Yo me sentía enorme con mi primera radio. Cuidaba las ovejas y por la noche a montar piezas. 

–El chico quería más, hasta que se planteó salir del pueblo. 

–Al terminar el curso, el 23 marzo del 63, le dije a mi madre que tenía que ir a Madrid a hacer un examen. Me preguntó ¿y las ovejas qué?, yo no tenía mucha intención de volver al pueblo, aquello era una tragedia para mis padres.

–Pero se marchó, podía más el afán de hacer otras cosas y saciar su curiosidad.

–Cogí el tren en Zamora y llegué a Madrid por la noche, pero cuando vi las luces y el ruido yo me quería volver, me sobraba todo. Lo pasé mal, había dejado a mis padres con las ovejas, pero por otro lado había ido a buscarme la vida. En cuanto pillé un anuncio en el “Ya” (periódico) ofreciendo un trabajo de técnico en radio, me presenté. Era un taller de la calle Velázquez, había un montón de gente delante y cuando me toca me dice el encargado, pero cuántos años tienes, 16. Me dijo, aquí necesitamos radiotécnicos, le enseño mi diploma y me pregunta de dónde eres, de Zamora. Y qué hacías en Zamora, soy de un pueblo y yo era pastor. Un pastor radiotécnico, dijo pensativo. Entonces llama a su hermano, se lo cuenta, me mira y me dan una radio americana que yo no había visto en mi vida, para arreglarla; les dije, es un poco antigua. Me dan una moderna con transistores, que tampoco había visto en mi vida, y les digo es que es muy moderna. Al final me cogieron como aprendiz, según ellos por la honestidad y la nobleza con la que me comporté.

–¿Cuánto duró la aventura madrileña?

­–Apenas año y medio porque había un señor en aquel taller que era de Barcelona y estaba todo el día hablando de la ciudad. Yo pensando, cómo será aquello, maravilloso a juzgar por lo que escuchaba al hombre. Después de año y medio en Madrid volví al pueblo, ayudé en las faenas de la trilla y la siega, y ese verano vendí las primeras radios que hice Palazuelo. Con lo que gané y las 500 pesetas que me había dado mi madre me fui a Barcelona.

–¿Allí le recibía alguien o se fue a la aventura total?

–Me fui a casa de unos señores del pueblo, Adela y Raúl, encontré trabajo en un taller pequeñito como montador de radios y ganaba 200 pesetas por cada una que montaba. Creo que me fue bien porque a Barcelona yo llevaba la materia prima sayaguesa, la nobleza, el querer aprender y trabajar, y las ganas de hacer. Todas esas cosas, esos valores de la gente de aquí que a los que nos fuimos nos hicieron labrarnos un futuro.

–Barcelona fue su destino definitivo, donde formó una familia y trabajó hasta su jubilación.

–Sí. Empecé a trabajar en diferentes empresas, siempre tratando de prosperar. He sido totalmente autodidacta, pero sin dejar ni un solo día de estudiar. Y no me fue mal en el trabajo que siempre me ha apasionado, como técnico, evolucionando hasta la tecnología más sofisticada.

–Pero nunca perdió la referencia de sus orígenes y siempre volvió a su Palazuelo natal.

–Eso por encima de todo, en cuanto podía venía a ayudar porque siempre pensé que había hecho una faena terrible a mis padres y pensaba en mi madre. Volvía todos los veranos a ayudar en las faenas del campo, a segar, a trillar. De pequeño aprendí muchas cosas, y los que hemos salido y hemos querido ser algo nos hemos servido de ese bagaje porque es lo que llevas, te haces sensible a muchas cosas.

–Usted fue de los entonces jóvenes que lucharon por exaltar los valores de Sayago.

–En 1975, con Ángel Vicente, promovimos las primeras fiestas de la comarca en agosto con el fin de unir a todo el mundo; primero del emigrante después del pastor sayagués. Recuperamos la flauta y tamboril, que no se veía antes por ningún sitio, el folclore, las costumbres; yo siempre estuve enganchado a eso. Después ya más por mi cuenta empecé con los documentales etnográficos.

–La aparición de Internet abrió una ventana al mundo y le permitió impulsar un proyecto pionero como era la página “sayago.com”, ¿cómo nació?

–Era una oportunidad y un medio para recordarle a los sayagueses repartidos por el mundo que el Sayago de nuestras raíces seguía siento interesante, que estaba vivo. Hace 25 años Internet era un fenómeno que permitía llegar a muchos lugares donde había sayagueses que apoyaron con entusiasmo la posibilidad de tener una ventana abierta que les permitía asomarse a sus pueblos de origen o al de sus antepasados. Gracias a esos miles de sayagueses, la mayoría en tierras lejanas a donde les había llevado el fenómeno migratorio, el proyecto tuvo éxito. Entonces no existían las poderosas redes sociales de hoy y la web tuvo su tiempo de utilidad y de gloria.

–¿La página sigue operativa?

–Se mantiene abierta porque han continuado las aportaciones en forma de poemas, comentarios, mensajes o, por ejemplo, un curioso diccionario con miles de palabras o refranes de la sabiduría popular. Todo ese legado que nos dejaron los nuestros y que debemos conservar.

–Ese respeto por el legado de los mayores es una obsesión para usted, ¿tan en peligro lo ve, teme su desaparición?

–Mucho me temo que si no hacemos algo, claro que corre peligro. A nosotros nos han entregado un Sayago unos auténticos artífices, el valor de lo que nos han dejado nuestros antepasados está ahí. Ellos con muy poco hicieron todo lo que tenemos. Ellos para mi son los verdaderos ilustres, no yo, aunque agradezco el nombramiento que me han hecho. Porque ahí el trabajo de nuestros padres y abuelos y ahora no lo podemos destruir en dos días. Ellos no tuvieron paro, porque cuando no tenían trabajo levantaban paredes. Se fueron, sin pedir nada, sin esperar reconocimientos ni homenajes, sin ruido, pero con mucho amor a Sayago.

–¿Realmente cree que no se valora todo ese tesoro etnográfico que usted defiende con uñas y dientes, y a través de sus trabajos documentales?

–Me duele ver pasar a los anticuarios cargados de elementos a los que nadie le da importancia. No se qué va a hacer un carro o un arado de aquí decorando un restaurante de Barcelona o de París. Mi reivindicación máxima es el museo etnográfico, esté donde esté me da igual, en el pueblo que sea. Pero que haya una casa antigua llena de aperos para que nuestros hijos y los que vengan detrás valoren el trabajo de nuestros antepasados. Mirando la historia de todo esto, es que es tan extraordinaria, está hecha con tan poco. Los nuestros hicieron un impagable trabajo con mucho esfuerzo para que nosotros tuviéramos algo. El museo etnográfico de Sayago debería ser apoyado por toda la comarca y desde todos los ámbitos.

–Un reconocimiento al pasado sin duda, pero por delante está el futuro. ¿cómo lo debería afrontar Sayago?

–Hay que cambiar la mentalidad, tenemos aquí unos recursos extraordinarios, empezando por el Parque Natural Arribes del Duero. He visitado parques por el mundo y le sacan un valor tremendo; el nuestro es precioso, además es Reserva de la Biosfera, y está mal cuidado. ¿Qué podemos hacer para tratar de mejorar esta situación desastrosa que se nos viene encima..? Lo primero, aumenta nuestra autoestima. Dar a nuestros recursos y productos el valor que tienen, que es mucho. Y sobre todo, aprender a venderlos para que otros también los valoren. 

–¿Tanto se está perdiendo?

–Me sigue sorprendiendo no ver en las ferias productos sayagueses y sí los veo, sin embargo, de otras zonas no lejanas a la nuestra. Pero muy poco de Sayago, exceptuando a los maestros de Pereruela que ellos sí, desde hace mil años, saben hacer y vender. También es verdad que les ha costado muchas pisadas por caminos de tierra y barro. Pero se ha demostrado que los sayagueses sabemos hacer las cosas muy bien si queremos y, de hecho, las hacemos. Somos capaces de elaborar productos únicos de mucha calidad utilizando materias primas locales y recursos propios.